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miércoles, 6 de marzo de 2013

Actualidad de la “caza de brujas” (sobre el acoso a Toni Cantó)

Miércoles, 6 de Marzo, 2013
Mi compañero y amigo Toni Cantó ha pasado por la amarga experiencia conocida como “caza de brujas”. No voy a volver en detalle a un asunto explicado de sobra por el propio Toni, que rectificó y pidió disculpas por dar por válidos datos no comprobados sobre falsas denuncias de maltrato o “violencia de género”. Me interesa la “caza de brujas” en sí, una de cuyas características es, precisamente, que invalida a priori cualquier rectificación del reo. Disculparse no sirve de nada, sino que ratifica al cazador en su sentencia preconcebida: si se disculpa es porque es culpable; y si no, también.
La caza de brujas es un fenómeno tan antiguo como la tendencia de la masa social a convertirse en jauría irracional a la caza del chivo expiatorio por motivos inconfesables (les remito al espléndido ensayo “Masa y poder”, de Elías Canetti). Ahora parece revitalizado por corrientes de opinión vinculadas a la izquierda, en este caso con la llamada “ideología de género”, esa visión sexista de la violencia que culpa y condena a los varones de la especie no por sus actos, sino por su propia naturaleza sexual. Desde esa perspectiva, cualquier hombre es sospechoso de ser un agresor por el mero hecho de serlo, y si una mujer le denuncia ni siquiera es necesario demostrar que haya habido agresión para incoar un proceso. La denuncia basta. Es una inversión simétrica de la estúpida, atroz y dañina misoginia tradicionalista que condenaba a todas las mujeres como pecadoras y seductoras de los hombres inocentes.
La caza de brujas, ¿es de derechas o de izquierdas?
Lo siento, tampoco es un fenómeno de derechas o de izquierdas: ha tenido versiones de todos los colores ideológicos. La lanzada en Estados Unidos por el senador republicano McCarthy, un paranoico anticomunista, es un buen ejemplo de caza de brujas derechista. La de Franco contra los masones, otra. O la atroz de la dictadura militar argentina de los Videla y compañía contra la subversión izquierdista, causa de miles de desapariciones.
Para entender mejor de qué va el asunto conviene remontarse a sus orígenes: la histérica campaña masiva de persecución de la brujería lanzada en Europa occidental durante, sobre todo, los siglos XVI y XVII por las distintas iglesias cristianas (por cierto: en esta ocasión la Iglesia católica fue más moderada que sus escisiones protestantes). Se estima que cientos de miles de mujeres y hombres sufrieron procesos y fueron ejecutados por practicar una brujería que sólo existía en la imaginación de sus acusadores.
La visión romántica y new age cree que la brujería pudo existir como supervivencia popular de antiguos cultos paganos y saberes secretos transmitidos por vía matrilineal (de ahí que fueran acusadas muchas más mujeres que hombres), pero lo demostrado es que la brujería fue una invención de jueces y teólogos vertida a tratados como el famoso y siniestro Malleus Maleficarum, obra de dos dominicos (Heinrich Kramer y Jacob Sprenger) publicada en 1486 y rápidamente convertida en best seller inquisitorial.
La caza de brujas estuvo muy ligada a las luchas políticas, como las Guerras de Religión que devastaron Europa en los siglos XVI y XVII, y a la aparición de un Estado moderno monolítico en materia de creencias y jurisdicción, que no toleraba disidencias en su seno. La acusación de brujería era, sobre todo, la de haber apostatado de la fe cristiana, pactado con Satanás y entrado en una secta secreta que conspiraba contra el propio Estado. Las pócimas, aquelarres y encantamientos eran sólo la parte folklórica de la acusación nuclear: haber roto con las creencias de la comunidad y subvertir el poder religioso y secular desde una secta clandestina. Una secta que se imaginaba como una anti-Iglesia, son sus jerarquías satánicas y mandamientos, ritos y misas negras.
Al final, lo que se dirimía en la caza de brujas eran cosas tan vulgares como el odio entre vecinos, típico de las pequeñas comunidades (origen del proceso de brujería más famoso de España, el de la aldea navarra de Zugarramurdi en 1610), o más estratégicas, como la creación de aparatos judiciales de excepción para la represión implacable de toda posible heterodoxia y resistencia clandestina -real o supuesta- al poder central del Estado moderno (como justificaba el brutal juez especializado en la caza de brujas, Pierre de Lancre, que devastó el país vasco-francés en esa misión; he escrito sobre esto aquí).
A diferencia de la herejía ordinaria -como el luteranismo o el calvinismo-, la brujería era un delito imaginario y, por tanto, indemostrable.  La carga de la prueba se trasladaba al acusado: él debía demostrar su inocencia, no sus acusadores, ya que sus artes malignas le permitían parecer inocente sin serlo. Tal imposibilidad conllevaba una condena dictada de antemano y reforzada con el testimonio de niños y otros “inocentes” (siguiendo un patrón que se ha repetido en campañas modernas de persecución del acoso sexual imaginario y otros desvaríos de masas). La única esperanza de salvación del reo, por lo demás insegura y frágil, era confesar el mal causado y, sobre todo, denunciar a sus cómplices. Este perverso mecanismo de acusación, condena previa y delación en cadena convirtió la caza de brujas en un terrorífico fenómeno de masas.
Del odio ideológico a la violencia política
Aunque ya nadie sensato crea en brujerías, la lógica de la caza de brujas ha sobrevivido al motivo original, mutando en otras variedades dirigidas a otros objetivos. Por ejemplo, la persecución y condena de Alfred Dreyfus fue un episodio moderno de caza de brujas antisemita en Francia, que se remonta a los progromos del medievo y tiene su culminación absoluta en la Shoah del nazismo.
El nazismo introdujo otra vuelta de tuerca: naturalizó el delito apartándolo del dominio de la acción y de la conciencia. La víctima de la caza de brujas nazi no era acusada de hacer algo, sino de ser algo: judío, gitano, homosexual o subhumano (untersmench), amplísima categoría aplicable a los minusválidos psíquicos o físicos, y a ciertos pueblos como los eslavos o categorías ideológicas como los comunistas y cualquiera no nazi. Un rasgo particularmente inquietante de la caza de brujas es que no persigue la comisión de un delito, sino la pertenencia a un grupo natural, social o ideológico.
Así, los regímenes totalitarios se han servido de la caza de brujas como un instrumento de dominación absoluta. Stalin, Mao Zedong y los Jemeres Rojos fueron maestros en culpar a millones de personas de delitos imaginarios indemostrables o naturales, como la naturaleza social (kulaks) o cierta mentalidad contrarrevolucionaria innata, perpetrando genocidios sin otro propósito que mantener y reforzar su poder absoluto mediante el régimen de terror impuesto. No se trata de una especialidad de cierta izquierda: el genocidio tutsi de Rwanda en 1994 fue una perversión totalitaria de una ideología, de origen colonial europeo y certificada por la antropología, que inventó a los tutsi como una casta superior a los hutu para dividir y controlar mejor a la sociedad nativa.
Lo que hace tan peligrosa e intolerable la caza de brujas es, precisamente, su propensión sistémica a desatar una violencia contra el otro que puede llegar al genocidio si es dirigida por un poder totalitario. Por eso es un fenómeno que debe atajarse de raíz: su adaptabilidad a cualquier excusa la hace tan peligrosa, en una crisis social y política, como arrojar una cerilla en un pinar mediterráneo agostado por meses de sequía. La caza de brujas vive y se nutre del miedo, la superstición ideológica y el odio al diferente, irreductible o insumiso a las reglas comunitarias. Es sobre todo odio ideológico.
Pues bien, en el reciente linchamiento moral de Toni Cantó -tras haber rectificado y pedido disculpas varias veces por uso inadecuado de datos inexactos o falsos- han participado partidos políticos, prensa concertada y grupos feministas, practicando los principales ingredientes de la caza de brujas: el acusado debía purgar un delito imaginario indemostrable, a saber, su simpatía y complicidad con la denominada “violencia de género”; la acusación afectaba a todo el partido político en el que milita y, posiblemente, a sus votantes. La rectificación no tenían valor alguno porque el error de Cantó no era juzgado como tal, sino como la comisión de un delito de opinión.
Pensar y sostener públicamente que la Ley de Violencia de Género tiene fundamentos ideológicos que la hacen injusta, e inútil para los objetivos que invoca es, para la ideología de género, un delito de opinión a reprobar, no una idea a refutar. La brujería tampoco podía rebatirse porque era una explicación perversa y estrafalaria que unificaba miles de pequeños incidentes inconexos, desde la enemistad entre vecinos a la muerte inesperada del ganado pasando por una tempestad devastadora: no se podía refutar porque sólo existía en las mentes y manuales de los inquisidores y acusadores (¿no nos recuerda nada esto?).
Pero los delitos de opinión no existen en las democracias, sino en los sistemas autoritarios y totalitarios. La puerta que conduce a éstos es, precisamente, aceptar en la práctica que determinadas opiniones sean delitos a castigar, o que pertenecer a determinados grupos también. Si no por vía penal, sí con linchamiento moral y persecución política como la vieja caza de brujas. Es, ni más ni menos, el deplorable espectáculo al que hemos asistido estos días. No permitamos que se repita, contra nadie.
PD: sin habernos puesto de acuerdo, también Rosa Díez ha escrito en su blog un relato documentado -no exhaustivo porque hay documentos que da vergüenza ajena publicar- sobre el acoso a Toni en redes sociales, instituciones y medios. Para los anales de la infamia.
http://carlosmartinezgorriaran.net/2013/03/04/actualidad-de-la-caza-de-brujas-sobre-el-acoso-a-toni-canto/

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