Nadie se lo cree. La autora confiesa que su decisión de no tener hijos descoloca a la gente, como si la maternidad fuera una obligación, no un deseo. Incluso otras mujeres se identifican hasta que se dan cuenta de que lo dice en serio, para siempre. Y ahí se sorprenden.http://www.clarin.com/sociedad/mujer-quiere-tener-hijos_0_887911383.html
Hoy, delante de su imponente biblioteca, con una vida signada por la escritura.Las mujeres como yo son miradas con desconfianza, como si nuestra decisión pusiera en duda el orden completo del mundo. ¿Si es triste ese rechazo? Por supuesto que es triste y una lo sufre, aunque tiene sus razones. En el fondo, una mujer que no quiere tener hijos atenta contra la supervivencia de la especie. O al menos, eso es lo que parece.
En la plaza, sin muñecas. Cuando Mariana era chica, nunca le tentaron los juegos vinculados al rol maternal.De esto hablábamos mientras me entrevistaba. La cita había sido en un bar. Ella sacó la grabadora, pero no la encendió. Estaba haciendo entrevistas para una tesis de sociología sobre la maternidad y había descubierto diferencias notables entre las mujeres, su relación con el dolor corporal, lo que significa muchas veces para alguien joven y pobre tener un hijo. Yo era una muestra de esos otros casos, al parecer misteriosos, que entraban en su estudio por la negativa. No era la única; había otras extrañas mujeres que, no por haberse olvidado, no por haber estado solas, no por traspiés físicos ni psíquicos sino por un acto de voluntad habían hecho lo que no se debe hacer: decir que no a la maternidad.
Estábamos de acuerdo; era una de esas buenas charlas inteligentes, que cada tanto alegran y alivian. Hablamos también de la salud y de las obligaciones del Estado, y terminamos en el asunto inevitable de la anticoncepción. Algunos hospitales cubrían hasta los métodos más definitivos, los que implicaban anestesia, una operación y algunos riesgos. Le reconocí que yo me había planteado esa opción alguna vez, y antes de los treinta y cinco.
–¿Cómo?
Dijo ella, que tampoco quería tener hijos. Estaba muy sorprendida.
–¿Tan en serio lo decías?
Insistió.
Claro que lo decía en serio. Me quedé pensando después en su sorpresa, y solo con el tiempo la entendí. No, yo no era como esas mujeres que decían que no porque ese era el espíritu de los tiempos, o porque no sabían si querían de verdad a su pareja, o simplemente porque eran jóvenes y todavía había tiempo de dudar.
Unos años más tarde, en un café de Madrid, cuando me tocó vivir al otro lado del Atlántico y visitaba a una amiga en esa ciudad, pasó lo mismo. Aunque esa vez no fue sorpresa, sino incredulidad. ¿Cómo? Hacía tiempo que yo estaba en pareja, había conseguido un trabajo.
¿De verdad nunca tendría hijos?
Era una amiga de toda la vida quien lo preguntaba; tomábamos un chocolate caliente, de esos densos que en realidad se comen con cucharita.
–¿Qué vas a hacer cuando llegue el llamado de la naturaleza?
–No atender.
Le respondí, y nos reímos. Después tuvimos una tarde de esas buenas que se pasan en un reencuentro y en una ciudad que no nos pertenece.
De regreso en Argentina, ya había pasado la barrera de los treinta y la familia, de uno y otro lado, empezó a comentar.
Las quejas eran a veces apasionadas, y había que ignorarlas con mucho temple, como un monje tibetano. Hubo épocas en que hacían su mella, y una quedaba dolida.
Lo dicen la sociología, la genética, el psicoanálisis: venimos de los que nos preceden y de los que nos rodean, en muchos sentidos. Era imposible no prestarles atención. Yo me quedaba a veces pensativa al ver que, en gente que quiero desde hace años, nuestra negativa a tener hijos era tomada como una ofensa hacia ellos, como si les estuviéramos haciendo algo malo, y a propósito. ¿Qué nos costaba decir que sí? Porque claro que había sido una decisión en conjunto, allá a fines de los años noventa, cuando mi esposo y yo nos habíamos conocido. Queríamos dedicar nuestra vida a los libros, nos dijimos, en el mejor caso a los propios además de los ajenos.
Pero también es cierto que había bastante de la decisión que ya estaba de antes en mí. Una noche, cuando hacía apenas dos meses que nos habíamos conocido, hubo que plantearlo. Planeábamos un viaje juntos, acaso seríamos una buena pareja con el tiempo.
Ante la primera sospecha de que lo nuestro podría funcionar, se interpuso en mí la idea de los hijos. Temía que nos pasara eso que a muchos otros, que dicen no haber hablado nunca del tema. Cambiar de opinión, eso era entendible. ¿Pero nunca haberlo hablado? Le dije abiertamente: –Esto, capaz funciona.
Pero yo no quiero una familia. ¿Y vos?
Él dijo que tampoco. Por dentro, los dos brindamos. Más adelante, a veces me inquietaba escucharlo hablar de un lugar que “sería ideal para tener hijos”, y esas cosas que todos decimos cada tanto. Porque desde el principio también supe, y todavía sé, que él me lleva una ventaja biológica que lo podría hacer padre, con alguna otra mujer, a los cincuenta o a los sesenta. Esa posibilidad a mí me está vedada, y con eso hay que convivir.
Más tarde fui conociendo gente que había tenido hijos y se había dedicado a los libros, y que eso era tan compatible o tan poco compatible con la familia como muchas otras profesiones. Me pregunto qué hubiera pasado si yo hubiese elegido otra; pero solo a los historiadores más audaces les está permitido imaginar qué hubiera pasado si esto no hubiera ocurrido, si aquello tampoco.
Si negamos esto y negamos aquello, ya no somos lo que somos. Qué sentido tiene preguntarse qué hubiera sido de nosotros si hubiésemos nacido hace tres siglos en Hong Kong.
Pronto descubrí que en mi vida había una línea divisoria imaginaria, no sé de qué color, que marcaba los treinta y cinco años como un límite. Las mujeres estamos habituadas a estas cosas; la invención del tiempo lineal no nos cabe tan bien como a nuestros compañeros de especie.
Los ciclos de cada mes, los límites en la etapa de procrear, todo eso conjura en nuestro imaginario contra el tiempo de la acumulación. Me había dicho alguna vez: si quisieras hijos, debería ser antes de los treinta y cinco. Y aunque siempre tuve una nítida desconfianza por la estructura familiar, por los valores familiares, por los apellidos y las descendencias, siempre pensé que, en caso de tener hijos, hubiera preferido que fueran más de uno.
Será porque tengo hermanos y creo que es un privilegio tenerlos, una vez que uno está en el mundo. Conocía a más de una mujer que pensaba en tener un hijo, un único hijo, como una experiencia, como algo que no se puede dejar de hacer antes de morir, como escalar una montaña o vivir en la selva. Para otras, parecía casi una revancha de último momento.
Sea como sea, desde los treinta a los treinta y cinco crecieron las dudas, alimentadas por esa ofensa que los demás sentían ante mi negativa. Pero al dudar, ninguna imaginación era buena, esas de las tantas que a otras mujeres las llenan de ilusión: ¿Dónde dormiría el hijo? ¿Cómo sería su cara? ¿A qué escuela lo depararíamos después?
Me faltaban esos entusiasmos, comprobaba una y otra vez.
Por qué, no lo sé. Será porque siempre vi en los chicos al adulto que vendrá, y porque alguien nuevo, a nuestro cargo, es un gran desafío. A eso, supongo, deben estar abiertos los padres: a lo nuevo escrito en mayúscula. Ese desafío, repiten los que están “en contra” de los hijos, es la dedicación que demandan, la entrega que esto supone, y el resto de la canción de quejas que ya todos conocemos. Pero quizá no era eso. Con el deseo de sí tenerlos hubiera bastado para borrar todas esas quejas de la cabeza.
En la familia siguieron las especulaciones secretas. Cuando vuelvan del Sur, cuando terminen este proyecto. Y no ocurría, aunque era lo más natural. Es cierto, de una vida en pareja, si nada lo impide, lo natural es tener hijos.
Ah, pensaba yo, pero lo natural puro es una quimera. Solo existe lo normal, lo que todos hacen, lo que dice la estadística. El mundo está lleno de procreaciones planificadas, una de nuestras últimas invenciones. Basta recordar el caso de China, donde las familias solo pueden tener un hijo, o el de Alemania, donde el Estado paga y paga para que los adultos se decidan al fin a procrear. Y en tantos países hay mujeres que se hacen implantar óvulos fecundados, o mandan a implantar el propio en otra mujer. O toman hormonas, o se hacen dolorosos estudios para que la ciencia diga: tendrás o no tendrás.
Ahora con treinta y nueve, hace un tiempo que no hay cuestionamientos. Pero recuerdo una última escena, con algo de primordial, de hace unos años. Ocurre en una cocina, mientras se acomodan los platos.
Estamos solas mi madre y yo.
Antes, a la mesa, debe haberse hablado del tema de los hijos. Me acerco y le pregunto con toda la sinceridad de la que soy capaz, si es tan grave querer hacer otra vida. Me dice que no, que no es grave.
Después hablamos de las plantas del balcón, a unas les sobra y a otras les falta el agua. Pero ella se ha quedado pensando también. Y buscando razones, como los demás, concluye que desde siempre hubo indicios: nunca me habían gustado las muñecas, tampoco jugar con los más chicos.
Y hasta hoy sigue siendo así, la infancia es un universo que me cuesta entender. Será porque para jugar en serio hay que olvidarse del tiempo. Y cuando uno no logra entrar en el juego que los chicos plantean, siempre es la misma decepción: saber que nos estamos aburriendo, y no han pasado ni cinco minutos.
La conversación con mi madre buscó tener un buen final.
–Pero si hubieras querido, hubieras sido una buena madre.
Me aseguró. Eso nos tranquilizaba, fuera o no fuese verdad.
Ahora la pregunta es distinta, y ya no es planteada por los otros: ¿Y si uno se ha equivocado?
Por supuesto, uno puede haberse equivocado en su decisión. Cuando alguien se me acerca a contarme sus dudas sobre la descendencia, hombre o mujer, trato de escuchar los motivos.
Si son dudas pasajeras, de esas que nos permite la abundancia, me digo que deberían tener hijos, porque sigo creyendo que para la mayoría de la gente es una fuente de felicidad.
Hace tiempo que tiendo a hablar de mi decisión en pasado. Hay que leer las novelas de Dostoievski para entender qué es la libertad en su sentido menos rosa y menos idealista.
Es la libertad que a veces pesa, y la que puede desesperarnos, tanto al que la usa como al que la ve y no la entiende o no la aprueba. Hablar de libertad de elección, como una gran palabra, es algo que se debería evitar. Ya lo reconocieron los medievales, cuando discutían sobre el libre albedrío. Es un tema difícil, cuánto decide uno al decidir. El gran problema de ellos era la predestinación y el poder de un Dios ilimitado. El nuestro, las causas psicológicas, las causas sociológicas, las causas genéticas de una decisión. Quizá uno no las conozca todas, o no conozca realmente ninguna, pero es un privilegio haber decidido, aunque sea en un resquicio.
Reunión de los lunes
domingo, 24 de marzo de 2013
Soy una mujer que no quiere tener hijos
Domingo, 24 de Marzo, 2013
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