13.03.11 - DAVID S. OLABARRI
- Iker, un chaval al que no le faltaba nada, amenazó a su madre con un cuchillo y la atacó por pedirle que no fumase porros en casa
- Las agresiones de hijos a padres se han duplicado en Vizcaya en el último año
Noticia relacionada:
Las madres de familias monoparentales y de clase media son las más agredidas por hijos maltratadores (enlace)
Cada familia que acude a la Diputación dispone de
tres profesionales que les atienden durante todo el programa
Todo empezó con alguna palabra subida de tono. Después llegaron las piras a clase, los insultos, las amenazas y, por último, las agresiones físicas. Hacía tiempo que en aquella casa se respiraba un clima de hostilidad, pero los padres de Iker pensaban que el comportamiento de su hijo mejoraría con el tiempo, que eran «cosas de la adolescencia». No se dieron cuenta de la gravedad de la situación hasta que, en medio de otra discusión, el joven bilbaíno de 17 años cogió una silla y la lanzó sobre la cabeza de su madre. Fue entonces cuando comprendieron que el asunto había ido «demasiado lejos» y que debían pedir ayuda profesional.
El infierno que atravesaron Iker y sus padres, Carlos y Ana, es solo uno de los casos de violencia familiar que existen en Vizcaya. Las agresiones filioparentales suponen un «fenómeno emergente» que se ha disparado en el territorio. La Diputación acaba de dar la voz de alarma al alertar de que el número de jóvenes que han pasado por ese motivo por los servicios forales se había duplicado en solo un año: los 25 muchachos atendidos en 2009 se elevaron a 49 el pasado ejercicio.
Para la inmensa mayoría, sin embargo, se trata de un problema que se queda en el terreno de las frías estadísticas. Sobre todo, porque las agresiones de los hijos a sus padres dibujan un drama que se produce «de puertas adentro» del hogar, que a menudo pasa «desapercibido» incluso para los más cercanos a las víctimas. La violencia en el propio domicilio -explican fuentes del Departamento foral de Acción Social- choca de lleno con el mito «de la familia feliz». Y, muchas veces, son los propios padres los que tratan de «minimizar» la situación por miedo al «qué dirán». «Tu hijo es tu proyecto vital y no es fácil denunciarle. Hay gente que piensa que pedir ayuda supone su fracaso como padres», añaden técnicos de Berriztu, la asociación que trabaja con la Diputación en la atención de los adolescentes agresores.
EL CORREO ha querido acercarse a un drama que viven en silencio decenas de familias vizcaínas, «sin saber el alto grado porcentaje de éxito» del programa de intervención. Carlos, Ana e Iker -nombres ficticios- ponen la cara y los ojos a un problema que muchas personas tienden a relacionar «erróneamente» con la pobreza y los hogares desestructurados. En este caso, el conflicto estalló en toda su dimensión pocos meses después de la separación de los padres, pero llevaba tiempo latente.
Iker es un chaval al que «nunca le había faltado de nada». Estudiaba en un colegio privado de Bilbao, vestía ropa de marca y se iba con sus amigos a hacer snow siempre que quería. Desde que era muy pequeño ya gozaba de un «amplísimo margen de autonomía» y con solo 8 años ya tenía su propio juego de llaves. Los padres -dos jóvenes licenciados «con trabajos bien remunerados»- trataban de «llegar a acuerdos» con su hijo desde que era muy pequeño y apenas le imponían deberes. Iker, en definitiva, creció en un ambiente «muy permisivo».
Un «doloroso» divorcio
Tras el «doloroso» divorcio, el joven se quedó a vivir en casa con su madre. Los roces en la convivencia «se agudizaban día a día» y las discusiones eran frecuentes. Los fines de semana se quedaba con su padre. Y con él «no había problemas». Sobre todo, porque entonces «no tenía ningún tipo de regla que cumplir». Por aquel entonces, el padre estaba «más pendiente de volver con su expareja» que de las necesidades de su hijo. «Le dejaba hacer absolutamente todo lo que quería y no había posibilidades de conflicto», explican los técnicos que trataron a la familia.
Una tarde, Ana llegó a casa después de trabajar. Encontró a su hijo fumando porros en la sala de estar con un montón de amigos. No era la primera vez. Cuando se marcharon, le dijo que estaban trayendo demasiada gente a casa y que también ella necesitaba su espacio. Iker explotó empujado «por la ira». Se puso agresivo, le empezó a insultar y se enzarzaron en una discusión en la que el chaval acabó arrojando una silla a su madre, a la que también propinó varios empujones. «¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Deja de rayarme, imbécil», le espetó.
Aquel suceso, que se sumaba a otros altercados en los que su Iker había llegado a coger un cuchillo en plan amenazante, terminó de convencer a Ana de que necesitaban ayuda. Tras meditarlo mucho, optó por no poner una denuncia en la Ertzaintza, pero decidió acudir a los servicios de atención de la Diputación. La madre tenía miedo de su propio hijo y no ocultaba su impotencia por no haber conseguido reconducir la situación. Pero lo que más sorprendió a los trabajadores que les atendieron las primeras veces fue que, para ella, el principal problema no eran las agresiones ni los insultos cuando se negaba a darle más dinero. Lo que realmente le preocupaba era que el chaval «no hacía nada ni en casa ni en el colegio». «Sorprendía la frialdad con la que se expresaba», relata uno de los técnicos.
Al principio, Iker se mostró muy reacio a participar en el programa, en el que también se incluyó a Carlos y Ana para realizar un tratamiento integral. «No estoy loco», repetía. Uno de los educadores fue ganándose su confianza y, poco a poco, comenzó a participar en las sesiones. Fue entonces cuando empezaron a aflorar las emociones que, «sepultadas por años de ira acumulada», se mostraba incapaz de verbalizar. Cuando los técnicos le preguntaron por qué pegaba a su madre, Iker confesó que no les veía como a sus padres, que tenía muchas cosas, pero que sentía que no se ocupaban de él. «Ya tengo muchos amigos», decía.
Al mismo tiempo que expresaba lo que pasaba por su cabeza, Iker «tocó fondo». Comenzó a sentirse «culpable» por todo lo que había hecho. Sobre todo, por haber agredido a su madre. Los padres, que durante mucho tiempo creyeron que el problema sólo era del adolescente, también se sorprendieron al ver las «carencias afectivas» que expresaba su único hijo.
Con el tiempo empezó a percibir que las cosas mejoraban con sus padres. Los conflictos no desaparecieron de golpe. Pero con el paso de las sesiones, que duraron más de un año, «se hicieron más espaciados» en el tiempo. «Iker empezó a asumir que la autoridad en casa correspondía sus padres y estos entendieron que un chaval de 17 años necesita límites», explica uno de los educadores del programa.
Después de la terapia, el servicio de la Diputación incluye también un periodo de supervisión en el que también participa la familia al completo. Se trata de comprobar la evolución del tratamiento y de los objetivos que se han planteado. En el caso de esta familia bilbaína, la certeza que estaban preparados para dejar las sesiones llegó casi dos años después, cuando un técnico les preguntó por la convivencia tras un mes sin pasar por el servicio foral: «Muy mal, ayer Iker no fregó los platos», respondió la madre.
http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110313/vizcaya/llegue-tirar-silla-madre-20110313.html
El infierno que atravesaron Iker y sus padres, Carlos y Ana, es solo uno de los casos de violencia familiar que existen en Vizcaya. Las agresiones filioparentales suponen un «fenómeno emergente» que se ha disparado en el territorio. La Diputación acaba de dar la voz de alarma al alertar de que el número de jóvenes que han pasado por ese motivo por los servicios forales se había duplicado en solo un año: los 25 muchachos atendidos en 2009 se elevaron a 49 el pasado ejercicio.
Para la inmensa mayoría, sin embargo, se trata de un problema que se queda en el terreno de las frías estadísticas. Sobre todo, porque las agresiones de los hijos a sus padres dibujan un drama que se produce «de puertas adentro» del hogar, que a menudo pasa «desapercibido» incluso para los más cercanos a las víctimas. La violencia en el propio domicilio -explican fuentes del Departamento foral de Acción Social- choca de lleno con el mito «de la familia feliz». Y, muchas veces, son los propios padres los que tratan de «minimizar» la situación por miedo al «qué dirán». «Tu hijo es tu proyecto vital y no es fácil denunciarle. Hay gente que piensa que pedir ayuda supone su fracaso como padres», añaden técnicos de Berriztu, la asociación que trabaja con la Diputación en la atención de los adolescentes agresores.
EL CORREO ha querido acercarse a un drama que viven en silencio decenas de familias vizcaínas, «sin saber el alto grado porcentaje de éxito» del programa de intervención. Carlos, Ana e Iker -nombres ficticios- ponen la cara y los ojos a un problema que muchas personas tienden a relacionar «erróneamente» con la pobreza y los hogares desestructurados. En este caso, el conflicto estalló en toda su dimensión pocos meses después de la separación de los padres, pero llevaba tiempo latente.
Iker es un chaval al que «nunca le había faltado de nada». Estudiaba en un colegio privado de Bilbao, vestía ropa de marca y se iba con sus amigos a hacer snow siempre que quería. Desde que era muy pequeño ya gozaba de un «amplísimo margen de autonomía» y con solo 8 años ya tenía su propio juego de llaves. Los padres -dos jóvenes licenciados «con trabajos bien remunerados»- trataban de «llegar a acuerdos» con su hijo desde que era muy pequeño y apenas le imponían deberes. Iker, en definitiva, creció en un ambiente «muy permisivo».
Un «doloroso» divorcio
Tras el «doloroso» divorcio, el joven se quedó a vivir en casa con su madre. Los roces en la convivencia «se agudizaban día a día» y las discusiones eran frecuentes. Los fines de semana se quedaba con su padre. Y con él «no había problemas». Sobre todo, porque entonces «no tenía ningún tipo de regla que cumplir». Por aquel entonces, el padre estaba «más pendiente de volver con su expareja» que de las necesidades de su hijo. «Le dejaba hacer absolutamente todo lo que quería y no había posibilidades de conflicto», explican los técnicos que trataron a la familia.
Una tarde, Ana llegó a casa después de trabajar. Encontró a su hijo fumando porros en la sala de estar con un montón de amigos. No era la primera vez. Cuando se marcharon, le dijo que estaban trayendo demasiada gente a casa y que también ella necesitaba su espacio. Iker explotó empujado «por la ira». Se puso agresivo, le empezó a insultar y se enzarzaron en una discusión en la que el chaval acabó arrojando una silla a su madre, a la que también propinó varios empujones. «¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Deja de rayarme, imbécil», le espetó.
Aquel suceso, que se sumaba a otros altercados en los que su Iker había llegado a coger un cuchillo en plan amenazante, terminó de convencer a Ana de que necesitaban ayuda. Tras meditarlo mucho, optó por no poner una denuncia en la Ertzaintza, pero decidió acudir a los servicios de atención de la Diputación. La madre tenía miedo de su propio hijo y no ocultaba su impotencia por no haber conseguido reconducir la situación. Pero lo que más sorprendió a los trabajadores que les atendieron las primeras veces fue que, para ella, el principal problema no eran las agresiones ni los insultos cuando se negaba a darle más dinero. Lo que realmente le preocupaba era que el chaval «no hacía nada ni en casa ni en el colegio». «Sorprendía la frialdad con la que se expresaba», relata uno de los técnicos.
Al principio, Iker se mostró muy reacio a participar en el programa, en el que también se incluyó a Carlos y Ana para realizar un tratamiento integral. «No estoy loco», repetía. Uno de los educadores fue ganándose su confianza y, poco a poco, comenzó a participar en las sesiones. Fue entonces cuando empezaron a aflorar las emociones que, «sepultadas por años de ira acumulada», se mostraba incapaz de verbalizar. Cuando los técnicos le preguntaron por qué pegaba a su madre, Iker confesó que no les veía como a sus padres, que tenía muchas cosas, pero que sentía que no se ocupaban de él. «Ya tengo muchos amigos», decía.
Al mismo tiempo que expresaba lo que pasaba por su cabeza, Iker «tocó fondo». Comenzó a sentirse «culpable» por todo lo que había hecho. Sobre todo, por haber agredido a su madre. Los padres, que durante mucho tiempo creyeron que el problema sólo era del adolescente, también se sorprendieron al ver las «carencias afectivas» que expresaba su único hijo.
Con el tiempo empezó a percibir que las cosas mejoraban con sus padres. Los conflictos no desaparecieron de golpe. Pero con el paso de las sesiones, que duraron más de un año, «se hicieron más espaciados» en el tiempo. «Iker empezó a asumir que la autoridad en casa correspondía sus padres y estos entendieron que un chaval de 17 años necesita límites», explica uno de los educadores del programa.
Después de la terapia, el servicio de la Diputación incluye también un periodo de supervisión en el que también participa la familia al completo. Se trata de comprobar la evolución del tratamiento y de los objetivos que se han planteado. En el caso de esta familia bilbaína, la certeza que estaban preparados para dejar las sesiones llegó casi dos años después, cuando un técnico les preguntó por la convivencia tras un mes sin pasar por el servicio foral: «Muy mal, ayer Iker no fregó los platos», respondió la madre.
http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110313/vizcaya/llegue-tirar-silla-madre-20110313.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario