ARGENTINA
Dilemas de un padre. Cuando Ezequiel tenía menos de un año, se separó y sintió temor: ¿cómo seguiría la relación entre los dos? El vínculo creció, indeleble, y este texto es una confesión y un homenaje a su hijo que se permite el autor casi en el Día del Padre.http://www.clarin.com/sociedad/Divorciado-siempre-junto-hijo_0_938306316.html
Un mes. Trabajo de papá fotógrafo. Ezequiel en una silla los días que estaba en casa con él, la misma silla vacía cuando no. Fue en julio de 2008, los 31 días del mes.Cuando mi hijo Ezequiel estaba a punto de cumplir su primer año me separé de su mamá, Lorena. Pero hoy, más de siete años después, puedo afirmar, con voz más firme que nunca, que no me separé de él.
Me releo y sonrío pensando que lo primero que me salió parece una declaración de principios.
Así que mejor empiezo por ahí. Un principio. Lugar: La casa de mi abuela en Ituzaingó donde fuimos a vivir con mi mamá cuando se separó de mi papá cuando tampoco yo llegaba al año.
En esa casa recibí todo el amor que me podía entrar. Por parte de mi abuela, que me malcrió todo lo que pudo y más, y por parte de mi mamá, que trabajó todo el día para que no me faltara nada, además de enseñarme todo lo que soy. ¿Mi papá? Fue el lado flaco de este principio. Nunca estuvo. No lo conocí. Me dicen que durante un tiempo me venía a visitar. Me cuentan. Porque no tengo ni un solo recuerdo. Ni una sola foto con él.
Sí, ese es mi nudo. A la mitad de las historias suele haber un nudo. El de su ausencia se fue desatando con el tiempo. Hace unos días escuché en la radio a una chica de mi misma edad que lo pudo desatar casi por completo: se encontró con su papá después de treinta años. Me emocionó mucho el hecho que pudiera charlar con él y hasta sentir que lo perdonaba porque se dio cuenta de las dificultades que tienen algunas personas para relacionarse. En mi caso, en cambio, la cuerda terminó por cortarse del otro lado. Hace unos años me contactó un primo, que no sabía que tenía, y me contó que hacía meses mi papá se había muerto, y que sus cenizas están en la cancha de Racing.
– ¿No sabías? Tu papá era fanático de Racing.
Ese mismo nudo me marcó y, a su vez, me dio muchas ganas de ser padre, probar esa experiencia estando del otro lado del mostrador.
Darle a un hijo todo lo que había soñado recibir.
Otro principio. Otra ciudad: Quilmes. Estoy casado con Lorena. Y después de dos años nace Ezequiel, hijo muy deseado por sus papás. Si bien presencié el parto nunca pensé en fotografiarlo. Sólo quise disfrutar el momento, verlo nacer con mis ojos sin interferencias. Le hice su primerísima foto cuando la enfermera nos dejó solos en la sala contigua. Tres minutos de vida, mis primeros besos y sus primeras fotos. Sin flash, para que no pensara desde entonces que lo iba a molestar con mi cámara.
Acá empieza otro nudo. Pienso que cuanto más nudos tiene una soga, más alto se puede subir al final (lo aprendí viendo a Eze en la plaza).
Este nudo fue el enfrentarme a la decisión de separarme de Lorena.
La familia con la que había soñado se quebraba, y lo que más me dolía era pensar en todos los momentos que me iba a perder de estar con mi hijo. Como también el dolor que a Eze mismo le causaría, como nos causó a nosotros, la separación de nuestros padres. Lorena también sabía de esas cuestiones.
Tanto ella como yo no quisimos seguir adelante con una relación que no funcionaba y sabíamos que mantenernos juntos a la fuerza, o para no repetir la historia de nuestros padres, nos iba a terminar perjudicando a los tres mucho más. Teníamos ahora más herramientas para tratar de hacer las cosas bien y deseos de mejorar. Todavía éramos jóvenes para empezar de nuevo y eso hicimos.
Volví a la ciudad donde solamente había nacido. Buenos Aires. Me mudé a un departamento en San Cristóbal. Un barrio poco amable para vivir solo pero bien cerca de la autopista que me llevaba a la otra casa de mi hijo.
Quince minutos en hora no pico, no parecía muy lejos. Iba a buscarlo dos veces por semana teniendo todavía muy a flor de piel toda la excitación de aprender a ser padre.
Eze todavía era un bebé con todo lo que eso acarreaba. Pero mi nuevo rol de papá me hacía sentir tan bien que disfrutaba cuanto podía. Bañarlo, cambiar pañales, darle mamaderas, mimarlo mucho era todo placer. Me sentía como pez en el agua en mi nuevo rol.
Las fotos que acompañan este texto nacieron de la angustia que sentí cuando me encontré con esta frase de Mallarmé: “Encontrar solo ausencia en presencia de pequeñas ropas” que me hizo enfrentar un duelo que todavía no había procesado: el de su falta en mi casa.
Ezequiel tenía ya tres años y volvía de llevarlo al jardín de infantes. Levanté la vista del libro y vi sus zapatillas sobre un parlante en el living. Empecé entonces a sentirme agobiado por las huellas que dejaba cada vez que lo llevaba. Me angustiaba volver a mi casa y encontrarla vacía sin él. Pero sí con su ropa, sus juguetes, su perfume, por todos lados. Apenas llegaba intentaba volver a dejar todo como estaba para disimular sus rastros.
Sentía que no me alcanzaba el tiempo que pasaba con mi hijo.
Más que pensar que lo veía poco, me angustiaba pensar en todos los momentos que me perdía con él.
Fue entonces que me decidí a hacer algo con esos sentimientos que me hacían mal. Y empecé a fotografiarlo en un intento de exorcizar mis fantasmas.
Ver lo que me estaba pasando desde otra perspectiva. Las fotografías tienen la cualidad de volver a mostrarnos las cosas que, por una cuestión real de movimiento y mecánica, no vemos cuando obturamos. Nos dan más tiempo para procesar las imágenes que vemos a diario.
Empecé así a coleccionar las huellas y el desorden que me quedaba de Ezequiel cada día que se terminaba mi ficha de papá. Una remerita hecha un bollo en su cama, un calzoncillo por cualquier parte, un autito (¡peligro!) en el piso de la cocina.
Imágenes inanimadas que sólo denotaban su ausencia. Lo que yo quería era pelearle a esa ausencia, ponerle la otra mejilla. Conectarme con la mejor parte de lo que me estaba pasando y todavía no veía. Entonces se me ocurrió mostrar, y mostrarme, no sólo su ausencia, sino su presencia. Mostrar un mes. Por azar: julio de 2008.
Un ciclo que se repetiría sin fin. Un ejercicio casi contable, un balance. Un juego. “¿Todo lo tienes que hacer jugando, Fernando?”, me preguntaba mi abuela Lola. “Sí, abue, es cómo mejor me salen las cosas”.
Como buscando elementos de utilería para filmar una película, pensé en el mobiliario donde más lo veía: su sillita alta de madera. La locación: sólo una pared blanca al lado de la ventana. Modestia de recursos. Para reforzar la idea de repetición diseñé un esquema para que la silla girara poco a poco cada día hasta completar un giro de trescientos sesenta grados. Cuando Eze no estaba: foto de silla vacía. Cuando estaba: foto de él completando la escena.
Eze subió contento a su sillita, casi todos los días, a cumplir con el ritual. Como estuviera vestido y con lo que estuviésemos jugando. Cuando venía a casa ya estaba pendiente de cuándo tocaría hacer las fotos y hasta me lo recordó un par de veces. Sólo un día los dos nos olvidamos y lo tuve que levantar de la cama para sentarlo, dormido, para hacerle la foto.
Así pasó el mes y el giro quedó completo. Veía las fotos en loop , una tras otra y la sillita giraba como en un dibujito animado. Ezequiel en su calesita.
Y así la angustia de no verlo duraba sólo unas vueltas, hasta que aparecía de nuevo, y de nuevo.
Hoy, más de cuatro años después, y con las fotos expuestas en distintos lugares y formatos, caigo en que nunca conté el resultado. Lo hago ahora. Sonrío.
Sillas llenas: dieciséis. Sillas vacías: quince.
Fuera de juego, me di cuenta que, aunque no había hecho las sumas, paso mucho más tiempo con mi hijo de lo que creía.
Aprendí también que no vivía solo. Que vivía con mi hijo, sólo que no todos los días.
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