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martes, 18 de enero de 2011

El hijo pródigo

16 Enero 11 - - Enrique LÓPEZ
Ante una difícil situación como la actual, surge la necesidad de un consenso en la adopción de medidas que tiendan a superar y solucionar los problemas. En España tenemos un magnífico precedente, los Pactos de la Moncloa en 1978, los cuales no sólo propiciaron el alumbramiento de nuestra Constitución, sino que abarcaron decisiones económicas de un hondo calado ante una crisis económica en la que nuestro país tardó en entrar pero también en salir. El consenso en sí mismo es algo más que un concepto. Supuso la base ideológica de la democracia griega, donde el poder no se ejercía desde la mayoría coyuntural, sino desde la real y asumida creencia de que sólo las decisiones con amplio apoyo social eran eficaces. Como todo a veces es cierto y a veces no. El consenso en sí mismo no garantiza el acierto, sólo garantiza la mutua comprensión y el asentimiento, pero no cabe duda de que es una forma muy razonable de ejercer el poder. La mejor forma de buscar el pacto sobre cualquier tema se basa en una previa postura que supone no apropiarse nunca de las soluciones, no intentar buscar ventaja en el arreglo y, sobre todo, creer en el bien común. Para ello, cuando nos centramos en la acción política es fundamental creer en el Estado, creer en lo público como algo que trasciende las ideologías y los grupos, no intentar apropiarse de las instituciones, buscar lo mejor y pensar, de verdad, en los ciudadanos. Por contra, a veces algunos tienden a apropiarse de todo, creen que las instituciones son instrumentos al servicio de su interés y no al servicio de los ciudadanos. Cuando alcanzan la mayoría en las mismas lo comunican a la sociedad como un éxito, como la superación de una época tenebrosa, con lo cual se denigra la institución, convirtiéndola en un campo de guerra ideológica. El hijo pródigo exigió a su padre la parte de la herencia que le correspondía, se fue a un país lejano y allí gastó toda su fortuna. Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad, surgiendo la necesidad de volver a casa. Pero la real paradoja de esta historia se encuentra en el padre, que lejos de castigar a su hijo pródigo, lo agasajó con una fiesta por su regreso, con gran enfado del hijo mayor, que había permanecido al lado de su padre.
Este hijo le dijo a su padre que llevaba muchos años sirviéndole sin desobedecerle jamás, y que nunca le dio ni un cabrito para celebrar una fiesta con sus amigos, pero llega el otro hijo que había malgastado su parte de la herencia y le mata el mejor ternero cebado. A lo que el padre contestó: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado». Es difícil pensar que de esta historia puede surgir de nuevo una empresa en común, una sinergia de esfuerzos. Es cierto que en la sociedad hay muchos hijos pródigos y muchos responsables, pero a veces es imposible reconocerlos, porque los pródigos se han vuelto listos y enmascaran su forma de dilapidar la herencia de su padre , confundiendo el despilfarro con la solidaridad. En cualquier caso, lo que requieren las sociedades en un momento como éste, son personas serias, con principios, y sobre todo que no perciban, como el hijo pródigo, la herencia como algo divisible, sino y muy al contrario, como un patrimonio común indivisible, que debe ser mantenido y cuidado, porque es de todos y no de alguien. Tras un periplo como el del hijo pródigo, es difícil exigirle al otro hermano consenso, pero aun así, la responsabilidad de este tipo de personas hará posible los acuerdos, eso sí, siempre que el pródigo abandone su prepotencia, su irresponsabilidad y crea en lo común, sin intentar apropiarse de las soluciones y del éxito de su desarrollo. En las sociedades modernas, cada vez es más difícil engañar a sus integrantes, porque al final el sentido común se impone. El consenso sólo puede perseguirse desde la humildad y el reconocimiento de los errores y, sobre todo, de lo relativo del pasamiento humano; la arrogancia es mala consejera, y el constante intento de patrimonialización de las instituciones, peor. Es una mala praxis festejar la toma de mayorías por el mero hecho de alcanzarlas, porque con ello se deslegitima la institución, colocándola en la lucha ideológica, cuando debiera estar al margen de la misma. Por último, no se debe exigir al otro lo que no te exiges a ti mismo y no se debe demonizar a aquel que crees contrario. Estas reflexiones no están basadas en historia real alguna, y no van contra nada ni nadie.
http://www.larazon.es/noticia/273-el-hijo-prodigo

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