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viernes, 1 de octubre de 2010

Ojo por ojo


Tribuna Digital Carlos Fuertes Iglesias
1/10/2010
Dicen, y creo que dicen bien, que después de la tempestad llega la calma. La sabiduría popular no suele equivocarse. Sin embargo, en nuestra reciente historia, si algo nos caracteriza a los habitantes de la “piel de toro”, de eso que antes se llamaba España, y ahora conglomerado de nacionalidades y lenguas, son los bandazos, los extremos, a veces el esperpento, cuando no la tragicomedia, en suma, el ser siempre “los más” en todo.
Soy consciente que hay temas en los que se debe andar siempre con pies de plomo, y el de los “malos tratos” es uno de ellos porque cada palabra que se dice sobre esa materia, la tendencia actual es a analizarla meticulosamente en una especie de “caza de brujas” intelectual, donde decir algunas verdades (al menos no coincidir con la opinión oficial), supone ser tachado poco menos que de delincuente, depravado y hasta de pervertido.
Decir que en nuestro país existe un gravísimo problema con los malos tratos no es mentir. Ahora bien, en honor a la verdad existe no uno, varios. El primero, evidentemente, es su mera presencia que repugna a cualquier sociedad civilizada, ya que el respeto a la integridad física y moral de los demás pasa por ser el elemento básico para convivir socialmente. Sin ese presupuesto, de poco sirve el resto del Derecho.
Ahora bien, yo pretendo reflexionar “en voz alta” sobre el anverso de la moneda de los malos tratos, las sombras legales de estas figuras creadas con el bienintencionado y necesario objetivo de proteger a quienes los padecen.
La legislación sobre violencia de género parte de unos presupuestos, entiendo, en mi opinión como jurista, erróneos. Si bien es cierto que la estadística nos dice que los sujetos pasivos suelen ser las mujeres y los activos los hombres; es decir, que hay más maltratadores que maltratadoras, la legislación no es sólo protectora respecto de las víctimas y represiva con los agresores, de lo que somos plenamente partidarios, sino que de paso, y en eso discrepamos, aniquila la igualdad jurídica y pone a todos los hombres; es decir, a los que no somos unos delincuentes también, en una situación muy comprometida: al arbitrio de la mujer. Me explico.
En la actualidad, y sobre todo desde la creación de los Juzgados de Violencia contra la mujer (juzgados ad hoc, que suscitan ciertas dudas incluso de constitucionalidad en muchas de sus actuaciones y hasta en su génesis), los hombres, todos los hombres, delincuentes o no, estamos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, y ello ni es justo, ni conveniente, ni mucho menos saludable, aunque sea legal.
El Código Penal ejerce y establece una protección especial a la mujer y a los menores de cualquier daño físico o psíquico sufrido en el ámbito doméstico (art. 153.1 y 173.2 CP especialmente). Ello no es malo, claro que no, siempre que al hombre se le diera un tratamiento igual, no sólo en Derecho sustantivo, sino también procesalmente. Si mi mujer me pega un bofetón, es sólo una falta, si yo soy el que da el bofetón es un delito, así están las cosas ahora y, creo, que además de no ser justo, tampoco es razonable.
Es inconcebible, al menos jurídicamente, que sea mayor el reproche penal a un bofetón en función de que lo reciba un hombre o una mujer. Ambas conductas deberían ser delito, o ambas faltas, dejemos por el momento de lado esa cuestión, pero es bochornoso e incoherente un trato desigual.
Curiosamente nos escandaliza desde España ver cómo en Irán según el sexo de un sujeto acusado de adulterio, la pena oscila desde una mera regañina a los hombres, a una lapidación para las mujeres, algo horripilante y que repugna a cualquier bien nacido.
Aquí, pretendidamente más cultos, evolucionados y dentro de la llamada sociedad del bienestar, subyace el mismo problema valorativo, no por machismo pseudo-religioso como en Irán, sino por una corriente legislativa que prefiere subordinar y someter el hombre a la mujer. Eso no es igualdad, ni tampoco discriminación positiva (término que aborrezco por injusto y contradictorio en sí mismo), eso es un desmadre.
Junto con este problema, insisto, de carácter sustantivo, existe otro si cabe más irritante y es que procesalmente, permítanme la expresión, hay que “agarrarse los machos”. Parece ser que la mujer posee una “presunción de veracidad” en sus afirmaciones arbitraria e irritante. Esto en manos de ciertos fiscales y jueces, hacen temblar la seguridad jurídica, la presunción de inocencia y el “indubio pro reo” al alimón. Es tan “sencillo” ir a un centro de salud y decir que mi marido me ha dicho cuatro frases injuriosas y que por ello se me ha ocasionado un daño psíquico, y es tal la presión social que, ante la duda, “caña sin compasión”.
Al final, en el saco del maltrato entran los que realmente deberían estar (y contra quienes debe caer el peso de la Ley sin contemplación), así como otros muchos que nada tienen que ver con esa deleznable conducta y que acceden a él por diversas vías, por ejemplo, como fórmula para extorsionar al marido en los procesos de divorcio con el tema de custodias, o con las pensiones económicas compensatorias, o simple y llanamente, como “vendetta” ante unos cuernos del cónyuge con la asistenta del hogar.
Hoy, en nuestro Estado democrático y de derecho, y por lo que respecta al maltrato, no hace falta recurrir a una prueba muy contundente, ni tampoco es un proceso costoso, en absoluto. Con ello, de rodillas nos postramos ante la Justicia esperando, no un trato equitativo y ajustado a Derecho, sino un milagro, la restitución de la verdad y que la infamia pública caiga en el olvido, si es que esa pena, la de banquillo, no la debemos arrastrar toda la vida.
Ahora bien, no olvidemos que detrás de todo esto hay seres humanos (porque los hombres también son seres humanos) que han perdido su trabajo, su dignidad, su patrimonio e incluso su salud mental y física. No en balde aquí más que en ninguna otra situación funciona lo de: “si el río suena, agua lleva”, y eso de que “todo el mundo es inocente hasta que no se demuestre lo contrario”, nos lo pasamos por el “arco del triunfo”.
El jurista que hoy pretenda sostener con seriedad que no existe una tendencia a la persecución masculina y que el mero hecho de imputar a alguien un maltrato no estigmatiza a ese sujeto aun sin probarse, se engaña y nos engaña. Si a ello le añadimos unas normas que favorecen la desigualdad entre hombres y mujeres, a base de agravios comparativos, cuotas y demás desmanes, el problema tiene más visos de empeorar que de acabar de una vez con esta lacra de nuestra sociedad, la violencia, cualquiera que sea su manifestación y el ámbito.
Un bofetón duele igual a una mujer, a un niño o a un hombre de dos metros, el dolor interno no tiene sexo.
http://www.aragondigital.es/asp/noticia.asp?notid=76919&secid=21

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