Un nuevo y doloroso caso de asesinato de una mujer a manos de su pareja, un varón de 71 años, con el correspondiente comunicado del Ministerio de Sanidad e Igualdad, ha puesto sobre el tapete el debate sobre el nombre que debe darse a estos crímenes: violencia machista, violencia sexista, violencia de género, violencia doméstica o en el entorno familiar, violencia sobre la mujer, etc. Se comprueba una vez más que las palabras no son algo indiferente: las palabras importan. Y mucho.
Cuando el año 2004 se discutía lo que luego sería la Ley orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de protección integral contra la violencia de género (BOE 29.12.2004), la Real Academia Española, tan poco dada a terciar en polémicas, se pronunció, por razones estrictamente idiomáticas, en contra de la expresión violencia de género, proponiendo sustituirla por violencia doméstica o por razón de sexo. En efecto, el novedoso empleo de la palabra género, calcado del inglés, contravenía los usos lingüísticos del español. La Academia apelaba a la corrección idiomática, al uso común que hace la gente de la lengua: la palabra género, como todo el mundo sabe, hace referencia al género gramatical, o sea, al masculino y femenino. Pero he aquí que tropezaba con otro tipo de «corrección», al parecer más poderoso: la corrección política, la nueva ortodoxia que dicta lo que es políticamente correcto. Y los anatemas de los guardianes de la nueva ortodoxia no se han hecho esperar, empezando por la anterior ministra del ramo, Leyre Pajín, que ha instado a Ana Mato a que deje de decir «violencia en el entorno familiar» y emplee «violencia de género», como manda la ley.
Se comprueba que el debate, que parecía concluido con la publicación de la ley, no se cerró en firme. Y es que el término «género» es deudor de una determinada ideología. Y es en el marco de ese sistema ideológico donde adquiere su significado. Es sabido que, en ese sistema, la palabra género ha dejado de significar lo que significaba en español (y antes también en inglés gender), es decir, género gramatical, para pasar a designar un constructo cultural desvinculado del sexo, esto es, de lo bio-psicológico, nuevo campo donde se libran ahora las batallas dialécticas de opresores y oprimidos, de desigualdad y dominio.
A los efectos que pretende la citada ideología, la elección de la palabra género no puede ser más acertada, pues designa algo que se pretende que sea solo cultural, convencional, arbitrario incluso: decimos, por ejemplo, que mano tiene género femenino, que pie es masculino, que rana (para referirnos a ambos sexos) es femenino y que sapo (también para los dos sexos) es masculino, etc. Lo cual viene a concordar con el núcleo del sistema ideológico, que afirma que la identidad de género (léase sexual) de las personas es algo cultural, independiente de la biología o de la psicología. Con palabras de Simone de Beauvoir: «La mujer no nace; se hace». Se puede ser hombre con cuerpo femenino, y al revés, según Judi Butler, una representante del feminismo radical. Si ser hombre o mujer se considera algo meramente cultural, emancipado de la biología, el término género (que tiene, como digo, carácter cultural) es preferible a sexo.
El nuevo concepto ha hecho fortuna en el lenguaje políticamente correcto de amplios círculos intelectuales de Occidente. Se cree que, con la corrección política, se erradicarán las actitudes que se consideran nocivas, por el simple hecho de reemplazar palabras de uso corriente con neologismos de nuevo cuño. Esta corriente de lo políticamente correcto presupone la idea de que, si cambiamos el lenguaje que algunas minorías consideran discriminatorio, cambiará la realidad. «Cambiemos las palabras, y cambiarán las cosas pasaría a ser el lema filosófico-político de muchos que, hasta no hace tanto, seguían la convicción de que, revolucionando la estructura económica, se modificaría en consecuencia el arte, el derecho, la mentalidad de la gente, en suma, la «superestructura». De esta nueva conciencia, o concienciación, se seguiría la corrección de la realidad» (J. A. Martínez).
Por otra parte, el método de la corrección política, como ha escrito con agudeza el catedrático de la Universidad de Oviedo J. A. Martínez, consiste en sustituir términos de la lengua común «por denominaciones de nuevo cuño, inéditas, ideadas en los gabinetes del lenguaje políticamente correcto».
Si la inquisición de lo políticamente correcto sigue su ritmo actual, llegará un momento, que no parece ya lejano, en que se nos prohibirá mencionar la palabra aborto, pues la ley lo que regula es la interrupción voluntaria del embarazo (Ley orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo) o eutanasia (Andalucía cuenta ya con su Ley 2/2010, llamada «de muerte digna»), por poner solo dos ejemplos, relativos al comienzo y final de la vida humana.
MANUEL CASADO ES CATEDRÁTICO DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA