Pilar Rahola
24 de Agosto de 2010
Fue mi padre quien me convirtió en feminista. Ese hombre extraordinario, que siempre respetó a mi madre, que estaba dispuesto a ser el primero en levantar la mesa, en preparar la comida, en cargar con la compra, me enseñó el valor de la convivencia. Eran otros tiempos, y el comedor de casa era, para muchos, el espacio de la libertad. Desde ese comedor de casa, solidario y respetuoso, aprendí a amar la igualdad y a luchar por ella. Como tantas otras mujeres. De la generación de nuestras abuelas, que se dejaron la piel para poder votar, a la de nuestras hijas, que pueden ser presidentas, el camino recorrido es un salto galáctico: en solo tres generaciones hemos cambiado el paradigma cultural de siglos. Por supuesto, ahí estamos, con las cifras de maltrato llenando de sangre las estadísticas, con las mujeres luchando por ser las mejores en el trabajo y en la casa, y no morir en el intento. Con nuestras vergüenzas de discriminación en sueldos. Con el enorme esfuerzo que tiene que hacer la trabajadora que quiere ser madre. Desde luego, si miramos al pasado, la transformación social ha sido revolucionaria. Si miramos al futuro, la mujer está en condiciones de alcanzar todas las metas. Pero, si miramos al presente, aún dejamos demasiada piel y dolor en el intento. Y, por supuesto, si la mirada es global, la situación de la mujer destruye cualquier esbozo de optimismo. Desde la vergüenza de las mujeres esclavas en los países islámicos, a las niñas de los prostíbulos, pasando por todo tipo de violencias. Hemos andado mucho en el camino de los derechos, pero marea pensar lo mucho que falta por andar.
Siendo todo ello cierto, me preocupa, sin embargo, que la lucha de la mujer pueda invadir los legítimos derechos de los hombres. Para entrar en la materia más espinosa, demasiadas son las voces serias que alertan del mal uso que se está haciendo de la ley contra la violencia de género, a favor de mujeres que la utilizan para negociar patrimonio, conseguir ventajas o, directamente, fastidiar al ex de turno. De entre todas ellas, es notable la voz de la juez decana de Barcelona, Maria Sanahuja, que ha alertado reiteradamente del exceso de denuncias falsas. Los datos sobre este hecho no son claros, pero todos los sectores implicados hablan de centenares de falsedades. En cualquier caso, la casuística nos trae demasiados padres cuya denuncia falsa les ha destrozado la vida, hasta que un juez ha levantado la sospecha. ¿Realmente es tan fácil? Si un hombre acusa a su mujer de maltrato, las dificultades para llevar a puerto la denuncia son ingentes. Pero si una mujer lo acusa a él, la ley lo convierte en culpable incluso antes de ser sospechoso, y el calvario que vivirá será terrible. Es indiscutible que la ley contra la violencia de género era urgente para luchar contra esta lacra social. Pero, ¿la hemos hecho bien? Si las mujeres pueden usarla fácilmente para dirimir sus cuitas económicas o sentimentales, no solo la hemos hecho mal. Hemos convertido la lucha por la justicia de las mujeres, en una forma de injusticia para los hombres. Demasiados padres que no pueden ver a sus hijos, demasiados que cuelgan de la percha de la sospecha, demasiados que ven dilapidado su patrimonio, más allá de sus obligaciones legales.
La lucha de la mujer por la igualdad nunca puede ser la coartada para otra forma de discriminación. El feminismo, que tanto sabe de sufrimiento, tendría que ser el primero que levantara la voz contra esta otra forma de maltrato. Porque, o denunciamos los abusos en nombre de la mujer, o estamos convirtiendo una lucha justa en una forma de venganza.
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