28.08.10 - 00:36 - VICENTE GARRIDO
He seguido con mucha atención todos los avatares del caso Carrascosa; ya saben, la madre valenciana que lleva cuatro años en una cárcel de Estados Unidos (cumple una condena de 14) porque no quiere entregar al padre la custodia de su hija, tal y como exige la justicia norteamericana. En una noticia sobre el caso de esta semana, Alberto Rallo comenzaba así en LAS PROVINCIAS: «El verano ha supuesto una calma tensa en el odio que se profesan María José Carrascosa y Peter Innes en la lucha que mantienen por la custodia de la hija de ambos. Pero la guerra no ha terminado (...) todo parece apuntar a que la situación terminará por complicarse más. (...). María José ha recurrido la sentencia y los abogados de Innes quieren la guarda y custodia de la menor para el padre».
Desconozco los detalles de todo el proceso, así que no me puedo pronunciar. Pero puedo asegurarles que esas hostilidades son habituales: los ex cónyuges se implican en una guerra de la que siempre salen perdiendo todos, y en particular los hijos.
Las razones de tomar esta decisión absurda son siempre las mismas: el despecho, el odio, la consideración de la satisfacción íntima por encima del bienestar de los hijos, e incluso del propio bienestar, si se tuviera dos dedos de frente. Con frecuencia esa guerra es unilateral: uno de los padres la declara, y el otro no tiene más remedio que poner en riesgo su pecunio y estabilidad emocional para defenderse y seguir adelante. Pero en otras circunstancias la guerra es recíproca y sin cuartel, y uno lamenta de verdad que tales personas decidieran tener un hijo.
Dado que el derecho de familia favorece que la madre tenga la custodia, es más habitual que los padres extrañados quieran iniciar las hostilidades; es una cuestión de probabilidades.
Y del mismo modo que mucha gente no está preparada para una relación de pareja, tampoco lo está para ser un padre responsable en el doloroso trance de un divorcio. Sólo hay una situación que hace razonable atacar al otro padre durante el divorcio: la constatación de que tal persona constituye una influencia dañina para el niño, porque ya lo era durante la convivencia y se sabe que utilizará sus prerrogativas para hacerle pagar a ese hijo los escombros de su ira.
En estas guerras entre los padres, la sociedad tiene que pagar un alto costo, porque la ruptura de la familia, siempre difícil, da paso a un proceso mucho más duro y prolongado en los hijos: niños deprimidos y confusos, dificultades en la adaptación a la escuela, conductas agresivas...
Y miles de horas gastadas en juzgados y evaluaciones de la familia. Sin olvidar el sufrimiento de las familias de los dos enemigos enfrentados. Ya sé: el amor es difícil, y dejar de amar, también.
http://www.lasprovincias.es/v/20100828/opinion/padres-guerra-20100828.html
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