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sábado, 19 de mayo de 2012

El género masculino no existe (II)

Sábado, 19 de Mayo, 2012

Jesús Royo Arpón

Profesor de Lengua en Barcelona.
miércoles, 02 de mayo de 2012, 20:33
El género masculino no existe (II)
El artículo que analizábamos la semana anterior (”Consumidos”, de Clara Sanchis Mira) tiene 684 palabras en total. De ellas, hay 304 (casi la mitad) que tienen morfemas de género: 172 masculino y 132 femenino. Pero solo 13 palabras contienen el significado de sexo, y todas ellas del sexo femenino: “Clara, una policía, una señora, esa señora, una lectora, Anne, la pasajera plegada”. Palabras con referencia al sexo masculino, cero. Esa es la razón del título: el género masculino no existe. Es decir, en la lengua castellana el género (entendido a la inglesa, como sexo) masculino (del macho) suele quedar invisible. Lo contrario de lo que afirma la tesis del “sexismo en la lengua”.
Puntualicemos. Lo que llamamos género de las palabras no es más que un mecanismo de la lengua para establecer relaciones de concordancia. El lenguaje humano es lineal, o sea una cadena de palabras que se suceden una tras otra. Cada palabra está unida como máximo a otras dos, la de antes y la de después. Para relacionarlas con otras palabras y construir sintagmas o frases, están las reglas de combinación o sintácticas. Todos los hablantes de la lengua conocemos esas reglas a la perfección, aunque no sepamos explicitarlas. El llamado género gramatical constituye una de esas reglas sintácticas. Por ejemplo, en el sintagma “los armarios y las sillas rotas” la concordancia nos indica que las sillas están rotas, pero los armarios no. Si fuera “los armarios y las sillas rotos”, el adjetivo “rotos” se aplicaría a las sillas y a los armarios.
La concordancia permite que las frases sean muy desordenadas: cada palabra tiene una especie de etiqueta que la relaciona con otra, que puede estar lejos de la primera. Cuanto más posibilidad de desorden en las frases, mayor capacidad expresiva de una lengua: el hablante puede descolocar elementos a su gusto, porque a través de la concordancia ya quedan localizados. El latín era una lengua con gran capacidad de desorden (lo llamaban “hipérbaton”), porque disponía de tres géneros, dos números y seis casos como morfemas de concordancia. Las lenguas latinas hemos perdido los casos y un género, el neutro: por eso nuestras frases son más rígidas que en latín. Pero en inglés, en que no hay apenas concordancia, el orden de los elementos de la frase es muy estricto: no hay hipérbaton.
Por lo tanto, el género gramatical es algo puramente formal, sin ningún significado. No tiene sentido llamarle género (que, por influencia inglesa, equivaldría a “sexo”), y mucho menos “masculino” o “femenino”, porque “silla” no tiene nada de hembra, ni “armario” nada de macho. Ahí radica todo el embrollo. Al llamarles género, masculino y femenino a cosas que son simples criterios de clasificación de palabras, hemos proyectado en ellos nuestros problemas sexuales. Podríamos llamarlo de otra manera, por ejemplo “color blanco o negro” en vez de “género masculino o femenino”, y así tendríamos palabras de color blanco y de color negro. De color negro serían flor, aurora, Juanita, silla. De color blanco serían robo, armario, Juan, sol. En “los armarios y las sillas rotas” tendríamos un adjetivo de color negro “rotas” que solo puede aplicarse al nombre negro “sillas”; si el adjetivo fuera blanco (rotos) se aplicaría a la vez a los nombres negros (sillas) y blancos (armarios). Sin sexismo: todo solucionado. Pero entonces me temo que tendríamos un problema aún peor, el del “lenguaje racista”.
Ambos problemas, el sexista y el racista, los evitaríamos usando un léxico sin connotaciones: en vez de género masculino digamos tipo A, y en vez de género femenino, tipo B. La gramática diría: todos los nombres del castellano son o del tipo A o del tipo B. Todos, incluso los nombres inventados, marcas nuevas o palabras extranjeras: la viagra, el frenadol, la web (aunque tenemos “el web” en catalán, qué curioso). Las palabras que concuerdan con el nombre (artículos, pronombres y adjetivos) tienen los dos tipos A y B (el/la, este/a, blanco/a) para indicar con qué nombre se relacionan. Y ojo, la norma de funcionamiento es: la concordancia B es exclusiva para nombres B, mientras la concordancia A se usa para nombres A y para el resto de casos. El estructuralismo diría que B (el mal llamado femenino) es el tipo “marcado”, mientras A (mal llamado masculino) es el tipo “no marcado”. Un adjetivo B (rota) solo sirve para nombres tipo B: ”la silla rota”, “las sillas y las camas rotas”. Pero un adjetivo A sirve, aparte de nombre A (los armarios y los cuadros rotos), también para el caso de mezcla de A y B “el armario y la silla rotos”. También usamos A para los casos en que hay que calificar no a un nombre, sino a lo que llamamos “nominalizaciones”: “nada” está decidido, “fumar” está prohibido, “lo” más divertido, “nadie” está seguro, es cierto “que te vi”. En estos casos el adjetivo (decidido, prohibido, divertido, seguro, cierto) concuerda con un sintagma nominal cuyo núcleo no es un nombre: “nada, fumar, lo, nadie, que te vi”.
Como ven, explicado así, el “género” no tiene nada que ver con el sexo. Pero el sexo sí tiene un papel, y no pequeño, en la lengua. Lo veremos en el próximo artículo.
http://www.lavozlibre.com/noticias/blog_opiniones/14/574162/el-genero-masculino-no-existe-%28ii%29/1

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