Ángel Ruiz Cediel
Jueves, 5 de Agosto de 2010
Dicen los expertos que no entienden por qué no desciende la violencia machista ni qué medios utilizar para detenerla, y es lógico que piensen así quienes todo su talento lo han usado para abyecciones tales como discriminar negativamente al varón sobre la mujer, a promover la encarcelación de aquéllos que son acusados sin más por su compañera y a poner pulseritas a los supuestos maltratadores que, a un hombre determinado a perpetrar una barbaridad –y hasta que es posible que a terminar con su propia vida después-, jamás le frenaría. Se han quedado sin ideas, en fin, y no es que antes tuvieran muchas o alguna razonable, siquiera. Lejos de eso, es de razón que esas medidas, en casos extremos, lejos de solucionar el conflicto, lo exacerben, toda vez que a una de las partes se la convierte por el artículo 33 en víctima y a la otra en verdugo.
El tema es mucho más complejo de que parece a simple vista, y, desde luego, no es susceptible de ese reduccionismo infantiloide tan propio de quien es titular del Ministerio de la Mujer, sabrá Dios por qué se lo otorgaron para que sea suyo y muy suyo por derecho. Lo cierto, es que de todas las medidas que ha tomado esta excelentísima señora hasta la fecha, hay pocas que no sean una buena base para el enfrentamiento social, y, obviamente a tenor de los resultados, sin utilidad práctica para resolver nada.
Para comenzar, como no puede ser de otro modo hay que hablar de la formación del individuo, que no termina ni comienza ni con mucho en el cole o el instituto, sino que abarca toda la vida. No se trata de hacer anuncios con sonrientes hombres metrosexuales que frieguen, planchen o se ocupen de los mamones que sean un primor de feminidad, sino de formar y educar a los individuos con sentido de la responsabilidad y del respeto, y no de la indigna tolerancia. Para seguir, habría que hablar de los modelos sociales que se han impuesto tan falazmente, desde la publicidad indirecta, con que alinean el pensamiento social en teleseries y pantomimas de semejante jaez, a la realidad que asuela nuestro intelecto, donde se promociona lo que sea y como sea, si es que viene del lado que le conviene a quien gobierna. Deberíamos, también, detenernos en las condiciones sociales particulares de nuestra sociedad –incluyendo lo represivo y discriminatorio de la misma (el varón siempre pierde en caso de discrepancia conyugal, lo que significa para él en muchos casos perderlo todo en un porque sí, desde los bienes a los niños)-, e incluso nuestro clima extremo, que ya sabemos cómo se las gasta el calor y todo eso. Y, finalmente, deberíamos terminar en las condiciones en que se basa la convivencia de la pareja, ya que todas las frustraciones (lo mismo que los alegrones) donde primero se manifiestan es en la intimidad familiar, y buena parte de éstas no son ajenas a propia organización social que promueven los gobiernos. Pensemos, por ejemplo, en la incertidumbre económica (o en las crisis que producen unos y pagan los de siempre), y en la influencia negativa que la adversidad pecuniaria tiene en las relaciones de pareja.
Basta con hacer un zapin para darse cuenta, por ejemplo, de que las series españolas se diferencian de cualesquiera otras por el exagerado número de palabrotas que se dicen por minuto, los gritos con que normalmente se comunican los actores y las delirantemente anormales situaciones que viven. Guiones elaborados por descerebrados que únicamente tienen en mente los ratin de audiencia, buscando el escándalo o la conducta desviada sobre la calidad. Nada hay de raro, pues, que el degradante espectáculo, a fuerza de reiteración, termine calando en las conductas de los televidentes, habiéndose convertido ya la sociedad misma en un remedo de ese mismo fausto, dando la impresión de que vivimos sobre un escenario. Por otra parte, el individuo, ante cualquier situación que le desborde, siempre buscará entre lo que tiene en su acerbo (real o de ficción) para enfrentar esas nuevas (o comunes) circunstancias, tal vez asumiendo roles que ni siquiera son suyos.
Nada hay más difícil que la convivencia ni nada más trascendente, y, sin embargo, de nada se aprende menos o se esfuerza la sociedad por enseñar fórmulas que les permitan a los individuos, en caso de conflicto, salir airosos del paso. Hay programas que enseñan trucos para educar perros, pero ninguno que nos enseñe a controlar nuestra tensión o a convertir en enfrentamiento una simple discrepancia. Además, la proximidad produce un exceso de confianza que a menudo se traduce en falta de respeto –donde hay confianza da asco-, y hoy que las cosas van bien se permiten trasgresiones que mañana, cuando vayan mal, crearán conflictos, tal vez irresolubles. Ya saben: lo que hoy concedes como favor (o lo que perdonas), mañana se te exigirá como derecho.
La raíz del problema de la convivencia cuando el conflicto aparece, pues, no está en la legislación (ya hay suficiente y sobrada respecto del maltrato y demás), sino en la formación, en facilitar a las personas los artificios necesarios para resolver con éxito situaciones complejas. Una formación que contemple recursos psicológicos tales que eviten que una situación discrepante derive en otra violenta. Algo que, por de más, no se da actualmente, y sobre la que nuestras autoridades no han hecho hincapié alguno, más allá de la memez publicitaria o de la ignorancia supina. Una lástima, pero que cuesta muchas y muy preciosas vidas.
http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/58447
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