Lunes, 5 de Diciembre, 2011
Miguelón está mal, está nervioso, no levanta cabeza. Lleva tres o cuatro años así. Los amigos no sabemos bien qué hacer aparte de quererle mucho, llamarle y, cuando nos vemos -cada quince días-, procurar que se sienta feliz, contento al menos; que se olvide de todo. Es fácil porque Miguelón espera como agua de mayo nuestras reuniones quincenales precisamente para eso: sentirse bien, acogido, arropado, charlar y, durante tres o cuatro horas, dejar de pensar en cómo la vida le ha mordido en una pierna y no le suelta.http://www.tiempodehoy.com/cultura/el-otro-lado-de-los-malos-tratos?mid=545
Nuestro Miguelón es un tipo alto, guapazo, bien plantado y con un carácter tan bondadoso como optimista. La alegría de la huerta. Ocupaba un puesto de dirección en una poderosa empresa de telecomunicaciones. Ganaba mucho dinero. Vivía en un chalé de la zona pija de Madrid y estaba casado con una señora estupenda, al menos de aspecto, y extranjera. El hijo de ambos, que ahora andará por los 13 años, es igual que su padre pero más bajito: guaperas (y lo sabe), alegre, inteligente, decidido.
Un día, hace ya unos cuantos años, un caballero dicen que muy atractivo se cruzó en la vida de la esposa de Miguelón. Estas cosas pasan. También es frecuente que el interesado (en este caso, mi amigo) sea el último en enterarse. El caso es que la señora estupenda decidió cambiar de vida y rehacerla junto al recién llegado. Pero en vez de hablar las cosas con Miguelón, que es lo que suele hacer la gente cuando sobrevienen estos líos, decidió contárselo primero a un abogado para que fuese preparando los desagradables asuntos del divorcio. Y ahí fue donde todo empezó a ir mal.
El tal abogado resultó ser, y ustedes perdonen la manera de señalar, un hijo de puta del tamaño del océano Pacífico. El diálogo entre esa rata y la señora estupenda pudo ser más o menos así:
-¿Quiere usted divorciarse?
-Sí.
-¿Y qué quiere sacar?
–Pues lo que sea justo. Mi marido es un buen hombre, no tiene culpa de nada. No quiero hacerle daño.
-No sea idiota. Si quiere, puede usted quedarse con todo. La casa, los coches, los cuadros, los muebles, el dinero. Del niño ni hablamos, eso se da por hecho. Usted solo tiene su trabajo, ¿verdad? Pues si quiere, puede hacerse rica.
-¿Y qué tengo que hacer?
–Fácil. Denúnciele por malos tratos.
-Pero eso es ridículo, mi marido no me ha puesto la mano encima en su vida. Es incapaz de hacerle daño a nadie.
-Eso no importa. Denúnciele por malos tratos psicológicos. Hay muchas posibilidades: amenazas, humillación, acoso... Elija usted.
Y la señora estupenda de Miguelón lo hizo. Fue a la comisaría con cara de mucho susto y abatimiento y juró todo lo que el otro miserable le había dicho que jurase.
No hizo falta ninguna prueba, ningún análisis médico o psicológico, ningún testimonio de nadie. Nada. Solo la denuncia. Y, en menos de 24 horas, la Guardia Civil se presentó en casa de Miguelón y se lo llevó al calabozo sin ninguna explicación. Quiero decir que se lo llevó como estaba: en camiseta, pantalón corto y chanclas, todo embadurnado de grasa, porque Miguelón estaba, aquella tarde de domingo, metido debajo de un coche a ver si lograba quitarle un ruido que tenía.
La vida destruida.
Miguelón pasó la noche en un lugar asqueroso, lleno de mierda -literalmente: excrementos humanos- y rodeado por verdaderos delincuentes de muy mala catadura que lo miraban como una hiena mira a una gacela herida. No pegó ojo. Al día siguiente lo sacaron de allí, le dieron un bocadillo y, sin más, lo llevaron ante el juez. Fue allí, en ese momento y no antes, cuando Miguelón se enteró de qué rayos estaba pasando, porque nadie le había dicho nada.
De nada sirvió su cara de asombro, su carcajada, luego sus lágrimas, sus gritos, sus protestas de inocencia. El juez se cabreó cuando Miguelón, fuera de sí, le preguntó si estaba loco, si era una broma para un programa de cámara oculta. Le obligaron a abandonar su casa con cuatro calzoncillos, el cepillo de dientes y muy pocos objetos personales más. Como estaba previsto por el honradísimo señor letrado de la acusación, le quitaron su casa y todo lo que tenía. Se fue a vivir a casa de su madre, a su antigua habitación de adolescente. Allí sigue después de todos estos años. Perdió también su trabajo porque, harto de que sus compañeros le mirasen como a un asesino y de que le hiciesen el vacío -ya se sabe: todos los maltratadores niegan que lo son-, un día pidió la liquidación y los mandó a todos, como él dice, “a Santo Tomar Porsaco”.
Vive de lo que puede. Hace viajes, portes, cosas así. No ha encontrado un trabajo como el que tenía, primero por la jodía crisis y luego porque nadie quiere tener cerca a un tipo absuelto de una acusación de malos tratos (naturalmente, el juez lo absolvió, pero eso fue mucho tiempo después y ya no sirvió de nada). Se ha gastado una fortuna en psicólogos. Ahora su madre se ha puesto enferma. Ninguno de los amigos nos atrevemos a preguntarle al bueno de Miguelón qué podrá hacer si ella falta.
Chantajes.
Gana algo de dinero pero, esto es lo más curioso, sigue en la ruina. Porque aquella señora presuntamente estupenda a la que el nuevo novio duró muy pocos meses, resultó ser, además, una manirrota de mucho cuidado. Y ya sabe lo que tiene que hacer. De vez en cuando llama a Miguelón: “O me das dinero, o te vuelvo a denunciar”. Y Miguelón busca donde puede, porque solo pensar en que puede volver a pasar por aquello le pone físicamente enfermo. Y también porque no puede pasar sin ver a su hijo.
Estamos todos hartos de ver cómo, cada pocos días, un canalla que debería vivir en el zoológico apalea a su mujer, o a su expareja, y la mata. Miguelón es el primero en defender que eso se corta endureciendo la ley para los maltratadores. Pero añade: “Y también para las maltratadoras”. Así llama él a las mujeres que, como la que vivió con él, presentan denuncias falsas contra quien no les ha hecho nada, y lo hacen por pura codicia, por pura mala entraña. Esas denuncias falsas cuya sola existencia han negado mil veces el Ministerio, las asociaciones feministas y la cantidad de gente que vive de esto. Que es mucha.
Los abogados honestos que se ocupan de estos asuntos enrojecen de ira al hablar de esto, porque saben mejor que nadie cuántas denuncias falsas se presentan. “A la primera amenaza, denuncia”, dice la publicidad institucional. “Estoy de acuerdo”, dice Miguelón, “pero ¿dónde tengo que denunciar yo, si nadie me hace caso? ¿Quién me devuelve la vida que me han quitado?”. Y no sabemos qué responderle.
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