Reunión de los lunes

Nos reunimos todos los lunes a las 20,30 horas en la C/Vinaroz nº31, entrada por C/Pradillo, MADRID ¡TE ESPERAMOS!

domingo, 9 de marzo de 2014

¿Un nuevo puritanismo feminista?

Domingo, 9 de Marzo, 2014
Elisabeth Badinter
Fragmento del libro Por mal camino, editado por Alianza, Madrid).
(Hika, 160 zka. 2004ko azaroa).
Hace falta un gran esfuerzo de memoria para volver a encontrar el ambiente de los años ochenta. Tras las grandes victorias del decenio de los setenta y la llegada de la izquierda al poder, toda esperanza estaba permitida. Para algunos, ésa era la hora del entusiasmo, y hasta de la euforia. En menos de veinte años, las feministas podían presumir de un balance glorioso. El aumento masivo de mujeres en los centros de trabajo les abría por fin las puertas de una cierta independencia. Desde el momento en que una se gana la vida y la de sus hijos, se puede abandonar al hombre al que ya no se soporta. Preciosa libertad, casi desconocida para la generación precedente. El número de divorcios no dejaba de aumentar y, poco a poco, el matrimonio tradicional se quedaba vacío de contenido. Se disipaba esa sujeción milenaria. Con la contracepción y el aborto, las mujeres occidentales adquirieron un poder sin precedentes en la historia de la humanidad. Se quiera o no, aquella revolución suponía el fin del patriarcado. Tú serás padre, si yo lo quiero y cuando lo quiera. Se contaban, en fin, como otras tantas victorias, los nombres de aquellas que copaban por vez primera los territorios hasta ese momento masculinos. Desde la primera mujer ascendida a comandante en la escuela politécnica a la primera presidenta del Tribunal de Casación, pasando por la primera comisaría de policía y tantas otras primeras, se tenia la sensación de que se estaba operando una inversión en la definición de los géneros.

La imagen de la mujer tradicional se esfumaba y dejaba paso a otra, más viril, más fuerte, casi dueña de sí misma y hasta del universo. En definitiva, los papeles habían cambiado. Después de milenios de tiranía más o menos suave que la condenaba a tareas subalternas, la mujer se convertía en la heroína de una película en la que el hombre interpretaba el papel secundario. Esta inversión tan gozosa era, desde luego, una preciosa fuente de energía para las mujeres que buscaban nuevas fronteras. Por lo demás, no era cuestión de fronteras. Todo lo que era de él era de ella, pero todo lo que es de ella no es de él. Fortalecidas por este espíritu de conquista, las mujeres se veían compartiendo el mundo y la casa con sus compañeros. La igualdad de sexos se convertía en el último referente de una verdadera democracia.

Insensibles a la nueva ola del feminismo americano, que mantenía un discurso esencialista, separatista y nacionalista y recreaba un nuevo dualismo sexual de oposición, las francesas soñaban con una relación plácida con los hombres de su vida: padre, marido, jefe y demás.

Sólo las feministas universitarias habían leído u oído hablar de los furores de la talentosa Andrea Dworkin o de las luchas de la jurista Catharine MacKinnon contra el acoso sexual y la pornografía. Mientras que a mediados de los ochenta las feministas americanas denuncian ya toda suerte de violencia que se inflige a las mujeres, produciendo una desconfianza creciente hacia el sexo masculino, al otro lado del Atlántico, lo que centra la atención de las mujeres es la doble jornada de trabajo y la inexplicable inercia de los hombres. Es verdad que la sociedad francesa era menos brutal que hoy en día y que las víctimas de la violencia masculina se aireaban poco. El refuerzo de la legislación contra la violación en 1980 influye menos en el cambio de sensibilidad que el éxito que obtuvo un librito gracioso y falto de acritud: Le Ras-le-bol des superwomen (Hasta el moño de ser superwoman), de Michèle Fitoussi. Este libro, publicado en 1987 y escrito por una periodista de treinta y dos años, madre de dos hijos, es la primera piedra lanzada con gran resonancia popular contra el jardín de las feministas de los años setenta. Incluso el título se convirtió en una expresión utilizada con profusión en la prensa. El ras-le-bol era una nueva manera de decir: «Hemos sido estafadas».

Puesto que no se contempla la idea de un retorno al anterior estado de cosas y no se trata de sacrificar la vida familiar o profesional, la mayoría de las mujeres se sienten constreñidas a avanzar a toda costa por el camino trazado por sus madres. A pesar de todo, no es momento de conquistas. Se produce un proceso psicológico que se va a unir a una nueva sensibilidad social. En primer lugar, el desencanto con respecto a los hombres. La mayoría de ellos no ha puesto en práctica el juego de la igualdad. En cualquier caso, ni demasiado rápido ni demasiado bien, tal como demuestran los horarios comparados de padres y madres de familia. Desde hace veinte años nada ha cambiado realmente: las mujeres continúan asumiendo las tres cuartas partes de las tareas familiares y del hogar, de lo que ya están hasta el moño. De manera natural, el desencanto se ha convertido en resentimiento. Resentimiento contra las feministas, que, tras haber proclamado objetivos irrealizables, se han refugiado después en el silencio o en el mea culpa. Resentimiento contra el Estado, en manos de los hombres, que se burla de los problemas de las madres de familia. Finalmente, resentimiento contra los hombres, que no se contentan con oponer una ilimitada fuerza de inercia a sus compañeras sino que luchan por conservar su coto privado: los centros de poder.

Esta constatación tan poco gloriosa empeoró a comienzos de los años noventa por la crudeza de la crisis económica que estaba latente desde hacía más de quince años. Millones de hombres y, en proporción, aún más mujeres pasaron por la experiencia del paro. La época era muy poco propicia para las reivindicaciones feministas. Por el contrario, la sociedad se replegó sobre sí misma y numerosas madres de dos hijos —sobre todo las menos pudientes económicamente— volvieron a casa, tras acogerse a un medio-SMIC (Salario Mínimo Interprofesional de Crecimiento).

En paralelo con esta prueba de impotencia, ha surgido en nuestra sociedad una nueva sensibilidad que ha engendrado poco a poco una inversión de la jerarquía de valores. Desde finales de los años ochenta, y más todavía en la actualidad, el hombre occidental ha cedido con gusto a lo que Pascal Bruckner llama la tentación de la inocencia. La nueva figura heroica ya no es el luchador que mueve montañas, sino la víctima que se declara indefensa. «El infortunio es el equivalente de una elección, ennoblece a quien lo padece y reivindicarlo es alinearse con la humanidad corriente y convertir su superación en gloria [...] Sufro, luego valgo», concluye Bruckner. Todo sufrimiento exige denuncia y reparación. La victimización general de la sociedad ha redoblado el poder de los tribunales. Sólo se habla de penalización y de sanción.

El feminismo no se ha librado de esta evolución. Por el contrario, ha sido una de sus puntas de lanza. La que realiza alguna proeza suscita menos interés que la víctima de la dominación masculina. La superwoman tiene mala prensa. En el mejor de los casos, es una excepción a la regla, y en el peor, una privilegiada egoísta que ha roto el pacto de solidaridad con sus hermanas sufridoras. Nada más revelador a este respecto que el espacio concedido en las revistas femeninas a la hazaña sin precedentes de la navegante Ellen MacArthur. El hecho de que esta diminuta mujer haya surcado una de las más épicas rutas del ron dejando atrás a los marinos más curtidos, tan sólo ha suscitado un entusiasmo moderado. Es verdad que Elle ha titulado uno de sus números: «Nuestra heroína», pero no ha considerado necesario darle la portada, tal como hizo algunos años antes con Florence Arthaud. Madame Fígaro sólo le ha dedicado unas líneas al pie de una foto, repartiendo las felicitaciones entre ella y uno de sus desafortunados rivales que «ha tenido el coraje de confesar su miedo y regresar unas horas después de la partida».

La proeza de las deportistas —sobre todo las que dejan atrás a sus colegas masculinos— es menos anecdótica de lo que parece. Demuestran el poder de la voluntad y del coraje. Rompen con la imagen de la mujer impotente, de la mujer que pide protección, tan querida por las radicales americanas. Las deportistas de alto nivel, las grandes reporteras o las mujeres que hacen su carrera en territorios masculinos resultan molestas a la ideología dominante. Se prefiere, pues, ignorarlas y centrar la atención en la eterna opresión masculina.

Nada ha cambiado, dicen unas. Es incluso peor, dicen otras. La violencia masculina nunca estuvo tan claramente sentada en el banquillo. Violencia social y violencia sexual forman una sola cosa. Al culpable se le apunta con el dedo: es el hombre en todos los casos. Numerosos sociólogos y antropólogos repiten la misma desesperada constatación: natural o cultural, la supremacía masculina es universal. Sin olvidar su corolario: las mujeres están siempre y en cualquier circunstancia en una situación de inferioridad y por ello son víctimas reales o potenciales. Apenas se reconoce que esta situación de inferioridad no se da en el ámbito de la reproducción... Y cuando se admite, se omiten las consecuencias que se derivan de ello1.

Este cariz victimista2 no está exento de ventajas. En primer lugar, uno se siente de antemano en el lado bueno de la barricada. No sólo porque la víctima siempre tiene razón, sino porque suscita una conmiseración simétrica al odio sin medida que se dispensa a su verdugo. Los penalistas lo saben bien: el público raramente se identifica con el criminal que está en prisión. Además, el victimismo del género femenino permite unificar la condición de las mujeres y el discurso feminista bajo una bandera común. De esa manera, el rompecabezas de las diferencias culturales, sociales y económicas se disipa con un golpe de varita mágica. Se puede incluso comparar sin rubor la condición de las europeas con la de las orientales y afirmar que «en todos sitios las mujeres, por ser mujeres, son víctimas del odio y de la violencia»3. La burguesa del distrito VII y la joven magrebí de los arrabales están en la misma lucha.

A pesar de todo esto, al confundir las verdaderas y las falsas víctimas, se corre el riesgo de confundirse sobre la urgencia de las luchas que hay que llevar a cabo. Al hacer hincapié continuamente en la imagen de la mujer oprimida y sin defensa contra el opresor hereditario, se pierde todo el crédito en las jóvenes generaciones que no lo ven de la misma manera. Pues, ¿qué se les propone si no más victimismo y más penalización? Nada alentador. Nada que pueda cambiar su vida cotidiana. Al contrario, obsesionado por el proceso al sexo masculino y los problemas de identidad, el feminismo de estos últimos años ha dejado de lado los combates que fueron su razón de ser. La libertad sexual cede el paso al ideal de una sexualidad domesticada, al tiempo que se ve reaparecer el mito del instinto maternal sin que nadie se pregunte por qué. Es cierto que se ha vuelto a la definición implícita de la mujer por la maternidad para justificar la incorporación de la diferencia de sexos en la Constitución, como si un mayor número de mujeres en las asambleas bastara para que renacieran los viejos estereotipos.

Es necesario hacerse hoy algunas preguntas: ¿Cuáles son después de quince años los logros reales conseguidos? ¿Refleja el discurso feminista mediatizado4 que se oye en la actualidad las preocupaciones de la mayoría de las mujeres? ¿Q paradigma femenino y masculino intenta promover? ¿Qué modelo de sexualidad quiere imponer? Todas estas preguntas justifican en cierta medida un paseo por Estados Unidos. No es que nos hayamos tragado el potaje americano tal cual. Pero con retraso —como de costumbre— hemos sacado de él algunas ideas que hemos mezclado con las nuestras. Queda por juzgar el resultado.

__________________
1. Las nuevas técnicas de reproducción minimizan cada vez más la participación masculina. Por no hablar de la amenaza que la donación terapéutica representa para el género masculino.

2 Neologismo que designa la actitud consistente en definirse prioritariamente como una víctima.

3. Antoinette Fouque, Marianne, 9-15 de diciembre de 2002

4. No debe ser confundido con los estudios feministas que se dirigen a un público universitario.
 Enlaces:
- Elisabeth Badinter: "La violencia no es una exclusividad masculina"
Elisabeth Badinter: "La maternidad es una nueva forma de esclavitud"
- «El hombre no es un enemigo a batir»
http://www.pensamientocritico.org/elibad1104.htm

No hay comentarios: