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viernes, 7 de septiembre de 2012

La naturaleza es sexista / Cosas de críos

Viernes, 7 de Septiembre, 2012
por Pío Moa
El hombre modifica la naturaleza, pero ir directamente contra ella no es aconsejable.
****Blog B: ¿Interés de partido o interés nacional? El PP en la encrucijada: www.piomoa.es

****He empezado a moverme en twitter, creo que también lo haré en facebook. Supongo que para localizarme solo hay que pulsar en twitter mi nombre (creo que es piomoa1) Me he metido también en facebook, Pio Moa.
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La naturaleza es sexista
Para condenar la propuesta de un ministro de educación separada para chicas y chicos, el diario manipulador El País la ha calificado de “sexista”. Es increíble que palabras-policía como esa u “homófobo”, antaño “antisoviético” acompañado generalmente de “fanático”, etc., hayan conseguido intimidar a tanta gente. Desgraciadamente para los feministas, la naturaleza es profundamente sexista en el nivel humano. No solo ha hecho dos sexos en lugar de uno hermafrodita, como habrían querido los feministas si la naturaleza les hubiera consultado, sino que los ha hecho profundamente diferentes. En la especie humana el dimorfismo sexual resulta mucho más acentuado que en la mayoría de los mamíferos, y no solo se manifiesta en el cuerpo sino en el temperamento y las actitudes. Antaño se decía que ello carecía de importancia porque lo esencial era el cerebro, y este era necesariamente igual en los dos sexos, pero al parecer tampoco ahí aciertan. Hay gente disgustada con el sexo que le ha tocado y lo cambia quirúrgicamente, pero el cambio resulta en gran medida irreal, porque en las mismas células persiste la diferenciación.
El cuerpo femenino está clarísimamente diseñado para la maternidad, es de menor tamaño y menos musculoso, más gracioso, delicado y en muchos aspectos más resistente.
En las repulsivas Olimpiadas de Londres (ya me extenderé sobre ellas) hablaron de un avance hacia la igualdad de sexos, cuando allí ocurría justamente lo contrario. Hay competiciones exclusivamente femeninas y en las demás concurren separados hombres y mujeres (¡condenable sexismo para los cantamañanas de El País!). Y si observamos a las atletas vemos en ellas cierta deformidad al desarrollar de forma inarmónica la musculatura, probablemente hormonándose o con recursos extraños. Hace años, la doctora Renate Huch, de Zürich denunciaba “el embarazo deliberado y la interrupción provocada como parte del entrenamiento deportivo. En el embarazo se produce un aumento del volumen de la sangre, lo que supone un aumento del transporte del oxígeno a la musculatura. Mientras el embarazo no aumente el peso, sus capacidades deportivas aumentan, aunque el embarazo deberá interrumpirse entre el tercero y el sexto mes. Estas prácticas pérfidas e inaceptables se realizan en todos los países, pero permanecen cuidadosamente escondidas”. No sé cómo seguirá la cosa.
La naturaleza ha hecho al varón y la mujer complementarios en aras de la reproducción y quizá más allá. Esto molesta mucho a los feministas, que odian la complementaridad y la reproducción, que tanto desiguala a los sexos. No es casual que fomenten el aborto y la homosexualidad, pues su idea de igualdad tiene poco que ver con la igualdad ante la ley, sino que intenta, contra la naturaleza, eliminar toda diferencia. Doris Lessing ha obsvervado sobre la aversión feminista a los hijos: “Es una de las cosas que recriminé al movimiento feminista. Ellas trataban a las mujeres que decidían tener hijos como si fueran ciudadanas de segunda clase”. En el fondo, el feminismo es una ideología de autodestrucción. Y comentaba una anécdota: “El banco Natwest tenía un proyecto para promocionar a las mujeres dentro del propio banco y descubrió que solo le interesaba a una parte muy pequeña de las empleadas. Les brindaron cursillos especiales y cosas por el estilo, pero en general las mujeres no querían competir. En cambio, lo que sí deseaban era casarse y tener una familia, a excepción de una minoría. Y aquello resultó sumamente interesante porque, a pesar de tanto movimiento feminista, esto es todavía lo que parece que la mayoría de las mujeres quiere”. La obsesiva propaganda feminista trata de imponer la excepción como regla y cultiva la rebelión histérica como una virtud. La mujer normal, la mayoría, está satisfecha de ser mujer, pero las feministas no. Hablando de Simone de Beauvoir -- cuyo libro El segundo sexo, según el cual la mujer no nace, sino que se hace o la hacen, fue una verdadera fábrica de histerismo--, Lessing comentaba: “Que yo sepa, a Simone de Beauvoir nunca le gustó ser mujer. No le gustaba serlo y siempre se estaba quejando de ello. A mí no me parece nada terrible. Tiene sus ventajas. Y de todas maneras, ¿qué puedes hacer? Lo que me asombra es que noto cierto tono de queja en lo que dice. ¿A quién dirigía sus quejas? ¿A la naturaleza?”. Seguramente, porque la naturaleza parece ser bastante sexista, como ellos acusan.
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Recuerdos sueltos
COSAS DE CRÍOS
Este es un recuerdo muy lejano e inevitablemente vago. Cuando era muy pequeño, antes incluso de que empezara a ir al colegio, solía despertar bien temprano, con las sirenas de las fábricas que llamaban a los obreros y llenaban el aire de la ciudad.
Mientras desayunábamos mi primera hermana y yo, a veces sopa de ajo o cascarilla de cacao con leche, o leche migada, mi madre nos contaba cuentos. Después salíamos a la calle, donde me encontraba con otros críos y dábamos vueltas de aquí para allá, hablando de cualquiera sabe ahora qué. Vivíamos en un callejón entre las calles Finisterre y Pilar, por las que apenas pasaban coches, ya que por un extremo estaban cerradas por escalinatas para superar desniveles. Pero la calle del otro extremo, Taboada Leal, muy empinada, sí tenía tráfico, muy poco, pero suficiente para que nos advirtiesen severamente de que tuviésemos mucho cuidado y no fuésemos por allí. Por lo tanto íbamos comúnmente hacia el lado de las escalinatas, más atractivo porque había allí amplios descampados, y donde se alzaba la entrada al colegio marista del Pilar, adonde iría yo a estudiar pronto. A veces nos metíamos en él cuando los alumnos se preparaban para entrar en las aulas, y los mirábamos en el gran patio que servía de campo de fútbol, formados en filas y cantando canciones patrióticas, una escena que me parecía muy emocionante y me hacía desear ir allí a sus clases. Pero cuando me tocó el turno había cambiado la costumbre y solo se izaba la bandera mientras sonaba el himno nacional. Más tarde incluso esta ceremonia dejó de hacerse, reservándose únicamente para días especiales.
Así como las niñas cantaban mucho mientras jugaban, nosotros casi nada, o bien canciones torponas.Recuerdo que estuvo de moda Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores y otras que rara vez cantábamos, tampoco las niñas, pero que por allí sonaban: Maruxiña, dame un bico / que heiche de dar un pataco / Eu non dou bicos aos homes / que me cheiran a tabaco. Un bico es un beso, cheirar es oler y un pataco una perra gorda, o sea, diez céntimos de peseta. Había también la perra chica o chica a secas, de cinco céntimos, y unas monedas grandes de real y otras de menor tamaño, pero muy bonitas, de dos reales, es decir, media peseta. La moneda de peseta era una rubia, y a los duros, que entonces solo había en papel moneda y valían cinco pesetas, les llamaban en Galicia pesos, quizá por influencia de la emigración a América. Otra canción empezaba: A criada do cura / ten un nenoo / pequeniñoo / e de nome lle chaman / Sanamariñoo. La cantaba en una ocasión inocentemente y una tía mía me regañó, sin que yo entendiera por qué. Otra muy conocida, con varias versiones: Eu queríamo casaree / miña nai non teño roupaa / Casa miña filla, casaa / Que unha perna tapa a outraa. U otras no menos elevadas y edificantes: Pepe, repepe, camisa cagada / foi á cociña e lambéu a pescada / tanto lambéu que o plato rompéu. A una chica algo mayor, llamada Inés, le cantábamos en ocasiones, con el tono de una canción conocida: Inés, Inés / qué tienes, Inés / Un grano en el culo / de estilo tirolés.
Una noche de verano caminábamos unos cuantos por una calle algo alejada, al lado del muro de una finca, y los mayores de nosotros iban contando no sé qué historias de resucitados que yo no entendía bien, pero que me pareció que habían sucedido en la finca aquella. Me dieron bastante miedo y me tuvieron preocupado un tiempo, procuraba no acercarme por aquel paraje.
Conforme crecíamos nos volvíamos más fastidiosos. Pasaba de vez en cuando algún afilador que, tras producir un característico sonido con su silbato, cantaba: "¡Afiladooor... paragüero!". Nosotros, a distancia prudente, le replicábamos: "¡Que quiero cagaaar, y no puedo!". A veces alguno de ellos salía un breve trecho detrás de nosotros llamándonos lo que se le ocurría, pero en general se hacían los desentendidos, sabiendo que era causa perdida. O bien pasaba un chico en bicicleta y salía el grito obligado: "¡Chaval, aprieta el culo y dale al pedal!", con la respuesta consabida: "Apriétalo tú que eres más animal", y la contrarréplica, en castrapo: "Apriétalo tú y o teu irmán". Solía formarse alguna pequeña pandilla que iba merodeando instintivamente, digámoslo así, por las calles, pulsando los timbres o dando a los llamadores de las casas para que salieran las mujeres mientras echábamos a correr: "Señora, el niño llora", gritaba uno. "Ya voy ahora", seguía otro. A veces nos perseguía alguien, y al que cogían le calentaban un poco. Se nos iba la noción del tiempo, y a la hora del yantar resonaban por las calles las voces de las madres llamando a gritos a sus vástagos, e íbamos hacia casa con un poco de susto, pues esperábamos alguna azotaina, que solía cumplirse cuando el retraso era grande.
Encontrábamos un gusto especial, si alguien tenía algún dinero, en comprar unos pequeños petardos que estallaban con bastante ruido al arrojarlos contra el suelo, y más tarde aprendimos a mezclar azufre y clorato potásico, que comprábamos en las droguerías, para provocar explosiones. También, si los mayores nos daban algunas perras, comprábamos martinicas, unas cartulinas con unos bultos en el borde formados por una sustancia, supongo que fósforo, que producían una serie de pequeños estallidos al rascarlos contra una pared. El material fosforecía en la oscuridad, y a veces nos pintábamos las caras con él. Un verano, teniendo nueve años, creo, quedaba casi todas las tardes con otro muchacho, llamado Raimundo, Rai, que traía algunas monedas, y comprábamos unos petardillos con mecha, inofensivos pero muy ruidosos, y los íbamos colocando en los sitios en que más pudieran fastidiar y dar susto. Luego subíamos hacia el Castro y hacíamos hogueras, o leíamos tebeos en su casa. Sorprende que no nos aburriéramos, pero una experiencia de la niñez es que el tiempo parecía larguísimo y al mismo tiempo entretenidísimo, jamás sentíamos tedio, una capacidad que al acercarse la adolescencia se iba perdiendo.
Otra de nuestras aficiones favoritas, como digo, era prender hogueras, en la calle y en sitios más peligrosos, aunque eso creo que ya lo conté hace tiempo. También trepar a los árboles o invadir fincas. Por la calle Taboada Leal estaba el colegio de los Salesianos. Lo rodeaba un muro de casi tres metros, pero no era gran problema para nosotros escalarlo por las grietas, o aupándonos unos en otros, y saltar adentro, sobre todo si jugaban algún partido de fútbol colegial. En el extremo opuesto a las aulas, en un alto, había unos cuantos árboles que nos parecían altos, membrillos algunos de ellos, y subíamos hasta lo alto de la copa, apoyándonos en ramas tan delgadas que ahora me parece milagro que no hubiéramos tenido algún serio accidente. Cuando empezaban a madurar los membrillos los cogíamos y los comíamos, pese a lo duros que estaban.
Las ganas de enredar se hacían a veces peligrosas: una vez detectamos un nido de avispas en un murete y, cómo no, nos dedicamos a tirar piedras al agujero por donde entraban y salían. Las avispas se enfurecieron, una me picó justo debajo de un ojo, y estuve dos días con la cara tan hinchada que casi no podía ver. En las charcas del Castro cogí alguna rana y la tuve unos días en la bañera de casa, pero, no sabiendo yo qué comían, murió pronto. Un niño no piensa, si no se lo explican, que los animales comen. De vez en cuando venían por la calle los electricistas para arreglar cables o líneas de teléfono, y solían dejar las cajas de herramientas escondidas detrás de puertas de los portales de las casas, que por entonces estaban siempre abiertas. Sabían por qué las escondían, pero rara vez nos engañaban: en cuanto veíamos a los hombres y sus manejos, buscábamos hasta encontrarlas y les hurtábamos unos pequeños plomos blancuzcos que nos gustaban mucho.
No sé de dónde venía aquella afición casi irreprimible a molestar. Le vienen a uno a la memoria sucesos inconexos e imposibles de situar con un mínimo de precisión en el tiempo, y cuyo sentido no se encuentra; y al recordarlas se percata también de cuántos sucesos más habrán quedado en un oscuro y pegajoso olvido, del que no lograrán salir ya.

http://www.intereconomia.com/blog/presente-y-pasado/naturaleza-sexista-cosas-crios-20120903

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