Resulta que la brecha generacional que me separa de mis hijos no es del tamaño del Cañón del Colorado, sino más bien como una simple grieta en la acera. A diferencia de hace una generación, no hay un abismo que divide a los que piensan que los tatuajes son atractivos y los que pensamos que un día habrá que pagar por quitárselos.
Un estudio del Pew Research Center realizado este verano halló que aunque dos terceras partes de los norteamericanos de 16 años en adelante ven una diferencia generacional, los encuestados no creen que cause muchos problemas en sus familias o en la sociedad. La diferencia generacional, según el informe, ``es mucho menos conflictiva hoy que en los años 60''.
En la encuesta también se halló que los padres de hoy tienen menos discusiones graves con sus hijos alrededor de los 20 años que las que tuvieron con sus madres y padres. En otras palabras, hoy somos más abiertos. No peleamos por el estruendo de la música, posiblemente gracias a los audífonos y los iPods, ni discutimos sobre ética laboral y valores morales, por lo menos no en público.
``Este sondeo'', dijo uno de los investigadores a USA Today, ``indica que las generaciones han descubierto que pueden estar en desacuerdo sin ser desagradables''.
Por supuesto, es una buena noticia para las familias, pero de todas formas una paz cautelosa tiene sus consecuencias.
Me pregunto si la separación que existía en los hogares de nuestra juventud no facilitaba más a los adultos ser padres.
Las madres eran madres, no amigas o confidentes. No intercambiaban su ropa con la de sus hijas adolescentes ni compartían historias sobre enamorados. Los papeles de cada una estaban separados y definidos, y sólo se suavizaban cuando los hijos nos reuníamos con nuestros padres en la adultez.
``Tengo que darte algo contra lo que te puedas rebelar'', me dijo mi madre en una ocasión, y créanme, en esa época había muchas cosas contra las que rebelarse, como los toques de queda y el código del vestuario.
Ahora los toques de queda están relegados a la escuela secundaria y las cuarentonas se visten como si fueran adolescentes. Ahora también nuestros hijos se rebelan menos contra nosotras (no les hace falta) y más contra un mundo que ha resultado ser cien veces más severo que el regaño de un padre. Y sí, es cierto: la insurgencia generacional nos ha relegado a un segundo plano.
No es que sienta nostalgia de las relaciones filiales rígidas, pero es posible que haya demasiada cercanía y muy pocos límites. Para mí, mantener la distancia es una mentalidad de la crianza que ha evolucionado con el tiempo: mientras más hijos tenía, más reconocía la necesidad de divisiones claras, de que los padres fueran padres y los hijos, hijos.
Al ganar confianza, también recurrí al ejemplo de mis padres. Al crecer, por ejemplo, sabía que, por rebelde que fuera la época o por justificadas que fueran las causas, había una línea que no podía cruzar. En última instancia, formar parte de la familia era lo más importante. Actualmente esa creencia parece pintoresca.
No me malinterpreten. Estoy a favor de tender puentes entre las distintas generaciones. Los abismos crean rencor, pero cierta fricción, tratada con suavidad, también puede ser muy útil para inculcar respeto.
http://www.elnuevoherald.com/opinion/story/524464.html
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