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lunes, 25 de octubre de 2010

Hijas del maltrato

Son legión aunque nadie los cuente. Niños que han crecido bajo el terror de su padre y el dolor de su madre cruz morcillo


Día 25/10/2010
Me he pasado la vida buscándole moratones a mi madre, y una vez que los tuvo no me atreví a ir a la Policía. Si miro atrás, los sentimientos que aparecen siempre son impotencia y miedo, un miedo difuso a todo». Begoña tiene 23 años. Hace tres meses que salió de un centro de recuperación de víctimas de violencia de género en el que ha vivido año y medio. Su madre sigue ahí, pero la terapia empieza a hacer efecto y ha vuelto a trabajar en una consejería tras un año de baja. Begoña (nombre supuesto) es licenciada en Bellas Artes, da clases a niños y ha empezado un máster. «Me recuerdo con cuatro o cinco años escondida detrás de mi madre, nunca me quería quedar sola con él. No sabía cómo podía reaccionar. Veía cómo ayudaba a cruzar la calle a un señor, era tan amable con todos los vecinos, tan simpático con los niños... y en casa se convertía en un monstruo que gritaba y daba patadas a todo sin saber por qué. Los oía discutir en el dormitorio cada noche y no entendía a mi madre, no comprendía por qué teníamos que seguir en esa casa».


ÓSCAR DEL POZO.Soledad P., en un centro de víctimas


No lo entendía ella ni lo asumen los 800.000 menores, según las estimaciones del extinto Ministerio de Igualdad, que son testigos o sufren en sus carnes los malos tratos paternos. Son las víctimas invisibles, los grandes olvidados de una ley contra la violencia de género que se ha volcado con las mujeres y ha orillado a los niños.
«La exposición a la violencia de género, cualquiera que sea la edad de los niños que la padecen, se ha demostrado causante de efectos negativos en la infancia: problemas físicos (retraso en el crecimiento, alteraciones en el sueño y alimentación, disminución de habilidades motoras...), graves alteraciones emocionales (ansiedad, ira, depresión, baja autoestima...), ciertos problemas cognitivos (retraso en el lenguaje, menor rendimiento escolar), numerosos problemas de conducta (escasas habilidades sociales, agresividad, inmadurez...)», apunta la pediatra Lola Aguilar Redorta, experta en violencia de género, en «Hijos e hijas de la violencia», uno de los escasos estudios sobre la cuestión elaborado por la Federación de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas.
«Yo no sé lo que es un padre -continúa Begoña con voz firme-, pero cuando iba a casa de mis amigos a un cumpleaños, por ejemplo, veía que eran distintos al mío y sabía que algo no funcionaba. Jamás les vi cogerse de la mano o darse un beso. ¿Por qué me tienen que despertar por las noches con sus peleas?, me preguntaba, y eso que mi madre siempre intentó mantenerme al margen. Pero es que yo me recuerdo en alerta, atenta a todo, procurando las dos que no se enfadara ni le molestara nada».
Según la Fundación IRES y Save the Children, unos 200.000 niños están amparados por órdenes de protección como sus madres, pero menos del cuatro por ciento reciben atención especializada.
«Los hijos son un paquete que va con la madre, una maleta. Casi no existen recursos específicos para ellos», denuncia Yolanda Román, responsable de Incidencia Política de Save the Children. Esta ONG se ha volcado en los hijos de los malos tratos. Ya realizó un estudio específico, con un completísimo trabajo de campo, en el que se concluye que «el sistema de protección de la mujer no contempla a los niños como víctimas de la violencia de género»; los recursos están descoordinados y son insuficientes; no existen datos cruzados y no son tratados como sujetos de derechos.
Ni de derechos ni en muchos casos de protección: solo este año más de una decena de niños han sido asesinados por su padre en episodios de violencia en lo que ellos creían su hogar, y así año tras año. Ni siquiera hay estadísticas fiables para unos muertos que no parecen contar para nadie. Otra treintena se han quedado huérfanos de madre y el asesino ha sido su padre. Son los hijos de las 57 mujeres enterradas en diez meses, una cifra insoportable a la que se siguen buscando pretextos.
Un día Begoña, ya adolescente, llegó muy tarde a una cita con un amigo. «Es que mi padre ha cerrado con llave y se ha puesto en la puerta para que no saliera», se excusó. «Mi amigo me preguntó qué había hecho y le expliqué con la mayor naturalidad que él a veces se cabreaba y solía comportarse así. Creo que fue la primera vez que hablé de lo que me pasaba».
«En sus relatos o en sus dibujos siempre aparece el miedo, pero no solo el miedo al padre, sino a cualquiera; a otros hombres, a la gente con la que se cruzan por la calle, a veces a los profesores, porque su territorio natural es ese: crecer en el miedo y la inseguridad, en la anulación. Su mundo se tambalea continuamente y no hay referentes a los que agarrarse», desgrana Yolanda Román.
«Siempre he tenido miedo por mi madre porque cuando a él se le iba la olla nunca sabías por dónde podía salir. Una noche oí un golpe tremendo, estaba agotada a la vuelta de una excursión y pensé: la ha matado, pero en lugar de levantarme y enfrentarme a él me hice un ovillo en la cama, aterrada, y me dormí. Me costó años quitarme la culpa. Esa noche ella había sufrido una bajada de tensión y se había desplomado contra la cómoda, pero... ¿y si la hubiera intentado asesinar?»
Begoña, como tantos, ha crecido rodeada de gritos y de silencio, juntos en la misma habitación. El silencio de la culpa. «Te encuentras con que el primer temor es a hablar. La ley del silencio. Cuesta que se enganchen y confíen en ti, que entiendan que vas a respetarlos. Se sienten culpables, saben que hay algo que no les gusta y saben por el colegio, la tele, los dibujos, que hay otro tipo de padres. No comprenden por qué el suyo es diferente. Viven con el miedo a decepcionar a mamá o a que a mamá le pase algo. Y ellas, las madres, llegan tan destrozadas al centro que ni se dan cuenta de lo que han sufrido sus hijos hasta que pasa el tiempo. A veces es el pretexto que se ponen a sí mismas para no dar el paso», analiza la psicóloga Marta Ramos, experta en género y familia que lleva años trabajando en centros de recuperación.
Begoña se cansó, como se cansan todos, y se marchó de casa en cuanto fue mayor de edad. «No podía estudiar, era imposible concentrarse en ese infierno. Mientras yo estaba allí, todavía se contenía, pero cuando me fui se desató la fiera. Cada vez bebía más, salía más y empezó a discutir con todo el mundo». Las primeras Navidades que volvió a pasar unos días fueron insoportables. Convenció a su madre y se fueron con lo puesto, poco después, y hasta hoy. Aún tardaron cuatro meses en denunciar al padre y marido, pero un juez les concedió una orden de alejamiento de un kilómetro y la vivienda familiar, en el extrarradio de Madrid, a la que no han vuelto.

Un cuchillo en la cara

«Primero rajó la puerta de mi cuarto y luego la del piso, y ha inutilizado dos veces la cerradura. Creo que no vamos a volver a vivir allí». A él -ni nombrarlo quiere- le espera un juicio penal por intento de asesinato. «Es que no nos pegaba, pero su entretenimiento favorito era ponerle un cuchillo a mi madre en la cara o apretarle el cuello hasta que no podía respirar».
La ya profesora sonríe después de mucho tiempo. Empezó la entrevista reticente, diciendo que no quería contar episodios de su vida, solo sensaciones, y la acabó confesando cuál fue el día más difícil de sus veintipocos años: «Llegué al Juzgado y me preguntaron: ¿viene a declarar contra su padre, no? Yo sabía que iba a eso, pero empecé a tartamudear y no me salía la voz del cuerpo. Era mi padre al que yo tenía que denunciar y contar a unos desconocidos que en realidad era un monstruo».
Ya no se comporta así, pero ella, como todas las víctimas, ingresó en el centro agitada, irascible. «Viven en un entorno amenazante y todo el día están nerviosos o en alerta, a veces también agresivos. Es lo que han visto. Los niños son víctimas en estado puro», reitera la psicóloga Marta Ramos. Algunos repiten el patrón aprendido. «Mi hijo de cinco años me llamaba puta porque así se dirigía su padre a mí», cuenta una mujer maltratada en el estudio de Save the Children. Y otra añade que su niña de siete años la trataba con el mismo desprecio que su ex marido, mientras la rabia le aparecía en los ojos.
Los expertos no tienen claro a qué edad el niño se resiente más. «El impacto de la violencia depende de la capacidad de resiliencia», sostiene Ramos. Es decir, de los factores innatos de cada cual para lidiar con la vida y afrontar situaciones complejas. A mayor capacidad, menor impacto se sufre; al menos sobre el papel.
Hablar con Soledad, a secas, sin apellido, es como saltar sin red. El vértigo, la angustia y la desesperación que ella debió de sufrir tantas noches se pegan como una costra a su interlocutor. Hoy tiene 34 años y es abogada, viuda y madre. Su pesadilla comenzó cuando tenía 13 y aún no sabe si ha acabado. Veinte años después continúa tomando medicación; bien es cierto que la vida ha seguido vapuleándola por razones distintas. Ella es la víctima de un conjunto, la primera de tres hermanas que sufrieron el espanto en estado puro: los malos tratos, la humillación, la vejación y los abusos sexuales que les infligió su propio padre y que su madre, víctima de malos tratos, desconocía. Él lleva diez años en prisión y le quedan otros nueve de condena.

«Eres una desgraciada»

«Hay una imagen. Cuando tenía cinco años me dejó en la carretera y arrancó el coche para darme una lección porque no había querido comer unas chuletas de cordero. “Eres una desgraciada si desprecias un manjar”, me dijo». La niña sabía que no todos los días había carne en la mesa, ni siquiera comida pero solo tenía cinco años. «A nosotras nos llamaba “la mierda de las crías”, “estoy harto de mantener un censo”, nos recriminaba». Soledad y sus dos hermanas siguientes se llevan cinco años; la cuarta era más pequeña y fue la única que se salvó de los abusos. La segunda, hoy periodista, enfermó de pena y de rabia y le contó a su madre lo que ocurría. La mayor, que ya estudiaba Derecho, ni siquiera entonces, al descubrir que el monstruo había actuado igual con todas quería denunciarlo. «Yo no sé si existe el síndrome de Estocolomo, solo recuerdo que mi aspiración era morirme y que acabara todo».
«Nuestro modelo vital lo construimos con figuras de apego –que no solo son los padres, puede ser un amigo, un profesor, un cuidador, un terapeuta, alguien que se preocupa por ti y se convierte en un referente-. Si no existe, el mundo se desmorona», explica la psicóloga Ramos.
Es la segunda vez en ocho años que hablamos con Soledad. El tiempo ha cumplido su papel y ha restañado muchas heridas, pero todavía demasiadas siguen supurando.
«Mi pasado me persigue. Me sigue afectando sexual y psicológicamente. Nunca seré una persona normal. Una persona normal tiene amigos del colegio, del barrio, de la Facultad. Yo no tengo a nadie porque no podía relacionarme con nadie». El padre, imbuido de cualquier papel salvo el que le correspondía, instauró en esa casa el reino del terror y de la guerra psicológica: desde la madre hasta la última niña. A veces, vivían todas contra todas, sin saber que la otra atravesaba idéntico desierto.
«El padre sigue maltratando a la madre a través de los hijos, a la vez maltrata a estos con la manipulación, les da información que no tendrían que recibir, y el modelo de descontrol y agresivo siguen viéndolo», señala uno de los programas de atención a niños víctimas. Hay quien afirma que un tercio de los maltratadores son también violentos con sus hijos e hijas, pero es mera especulación. Tampoco en esta estadística reinan las certezas. Sí existe acuerdo en que difícilmente una mujer deshecha que no puede protegerse a sí misma, puede cuidar de su prole. La de Soledad podría escribir un guión sobre ese punto de partida. Podía salir una vez a la semana a comprar, nada de llevar a las crías al parque o hablar con las vecinas. Anacoreta y criada, madre y esposa para lo que tocara, ese era su único papel.
«Cuando estaba embarazada soñaba que bajaba a la calle y ahí estaba él esperándome. Yo le decía a mi hijo, que no había nacido, que corriera rápido y no se le acercara, pero el niño no me oía», recuerda Soledad mientras se enciende un cigarro. «Pienso que nos va a buscar cuando salga de la cárcel. Cuando lo metieron nos escribía para contarnos lo mal que estaba y recriminarnos lo que habíamos hecho. Él lo veía normal».
Parece mentira que en una década se haya avanzado tanto en algunos aspectos (órdenes de protección, denuncias, centros, juzgados...) que, sin embargo, no logran evitar los asesinatos machistas y, mientras, los niños sigan ocultos, sin voz. Son testigos o víctimas involuntarios; los que oyen los gritos y perciben el dolor. El eslabón más débil sobre el que actúa el «delincuente permanente» que es el maltratador, un tipo que lo hace por convicción y no busca rehabilitarse ni redimirse. La cama de esos críos es con frecuencia el refugio buscado por su madre para huir del padre. Si no se les atiende, si no les ayudamos son unos serios candidatos a convertirse en maltratadores, aunque no siempre. Algunos expertos sostienen que el 80 por ciento de maltratadores fue testigo o víctima de los golpes y la humillación en su niñez, aunque este es otro dato poco empírico.
«No es lógico que trabajemos con un modelo de familia y seamos incapaces de proporcionar una respuesta social y legal para proteger a un niño», concluye la psicóloga Ramos. Algo o mucho está fallando. Si hace una década llegó el momento de empezar a dar cobijo a las mujeres, hoy es la hora de cuidar a sus hijos.
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