Si la 'Memoria histórica' -conviene insistir-ni es memoria ni es historia, otro tanto sucede con las denominadas «leyes de discriminación positiva» -términos antitéticos, un oxímoron-, un campo minado de consecuen¬cias no deseadas y efectos contraproducen¬tes, como suele decir Giovanni Sartori. Si el fin nunca debiera justificar los medios, tam¬poco un noble propósito debe conducirse por derroteros descaminados, pues puede pro¬ducir resultados contrarios a los perseguidos. Así, por ejemplo, el juez Francisco Serrano, titular del Juzgado de Familia 7 de Sevilla, ha levantado una notable polvareda al subrayar el uso fraudulento de la impropiamente "lla¬mada Ley Integral de Violencia de Género, merced a las denuncias falsas a las que está dando lugar una norma que juzga no en fun¬ción del delito sino del sexo del infractor.
Maximizando un ideal, la norma en cues¬tión penaliza al varón, al que se le adjudica preventivamente la condición de delincuen¬te hasta que logre demostrar que está libre de culpa haciendo frente a un proceso inqui¬sitorial que invierte la carga de la prueba y contraviene el primordial principio de que uno es inocente hasta que se demuestra lo contrario. Cuando logra demostrar que la de¬nuncia sea falsa, el exculpado puede haber pasado por prisión, haber sido despojado de su casa, separado de sus hijos y estigmatiza¬do entre sus amigos y conocidos sin que se libre nunca del todo de la sospecha de «algo habrá hecho», si es que no ha perdido en el ínterin su empleo y hasta su estima.
Las normas positivamente discriminatorias están a la vanguardia del retroceso histórico, pues quiebran la igualdad ante la leySi en diciembre de 2006 la juez decana de Barcelona, María Sanahuja, ya advirtió sobre las detenciones «sin apenas indicios» por malos tratos, tres años después este juez -con el respaldo de otras cuatro jueces de Fa¬milia- ha alertado de la proliferación de de¬laciones fingidas, lo que le ha puesto en la pi¬cota y sometido al pimpampum de quienes no se atienen a razones, sino a sus prejuicios con los que gobernarían el mundo entero si pudieran dominarlo. Vívese, desde luego, una época en la que se ha hecho certidum¬bre aquello que previo Nietzsche: «Los he¬chos no existen, sólo las interpretaciones».
Lejos de suponer el avance que pregonan sus promotores, estas normas positivamente discriminatorias están a la vanguardia del re¬troceso histórico, pues suponen retroceder en la gran conquista de la igualdad ante la ley, principio consagrado en el frontispicio de la Declaración de los Derechos de Derechos del Hombre de 1789, como plasmación de la Re¬volución Francesa. Esta equiparación legal es pilar de la malherida -y parece que malque¬rida por sus custodios- Constitución de 1978, donde expresamente se recoge que nadie puede ser marginado o excluido por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opi¬nión, condición económica o de otra índole.
No obstante, este fundamento pretende ser removido por minorías desentendidas de los intereses colectivos. Así, de un tiempo a esta parte, los Parlamentos legislan atendiendo a pertenencias o adscripciones grupales, lo que dar lugar al reconocimiento de derechos sin¬gulares que entran en colisión con esos principios generales. Ello enrarece la convivencia -enfrentando primero a unos contra otros y luego a todos contra todos hasta, llegado el caso, enemistar a Rodríguez con Zapatero, como ha demostrado el presidente ensalzan¬do a uno de sus abuelos a costa de relegar en el ostracismo al otro-, atiza la conflictividad, multiplica diferencias y agravios, e imposibilita el funcionamiento igualitario de la nación, como ha enfatizado Femando Savater, quien entiende que la identidad democrática pasa no tanto por el «ser» como por el «estar». Ello propiciaría que el respeto a las minorías no arruine principios generales de convivencia que son la esencia de una civilización demo¬crática que no puede fragmentarse tribalmente en clanes en torno a idiosincrasias te¬rritoriales, religiosas y hasta sexuales, como ocurre con la Ley de Violencia de Género.
En este sentido el nefando pecado del juez Serrano no estriba tanto en lo dicho, por ser del conocimiento general de quienes están al tanto de pleitos y desavenencias conyugales que acaban en los juzgados, sino que ha osado descorrer el velo de silencio que envuelve lo que todos callan por no se sabe bien que conveniencias. El juez Serrano podía haber seguido formando parte del cortejo de silentes corderos, limitándose a emitir sentencias y a no darse por enterado de los desperfectos varios de una disposición que no se atiene a aquello que dijera Leonardo Da Vinci de que «la práctica debe edificarse sobre la buena teoría». En el caso que nos ocupa, más que la calidad de una norma aprobada en loor de unanimidades, a los grupos parlamentarios les preocupó coger la bandera del radicalis¬mo feminista (caso de la izquierda) o evitar¬se su satanización (caso de la derecha).
Si impertérrito se hubiera atenido a aque¬llo de «Hágase la ley y caiga el mundo», no cabe duda de que se hubiera ahorrado sinsa¬bores y engrosado su currículo con distincio¬nes de grupos feministas y organismos de la Junta Ahora, en cambio, por hacer uso de su derecho a la libertad de expresión y romper un tabú sobre los extravíos de una ley tan bienintencionada como mal fundamentada, tie¬ne que arrostrar una campaña de despresti¬gio y someterse al tribunal de la Inquisición en que se ha erigido el Consejo General del Poder Judicial en la presidenta del Observa¬torio de Violencia de Género, Inmaculada Montalbán, a la que le cuesta comprender evidencias como las dichas por el juez Serrano, pero entendible dado que su sueldo de¬pende precisamente de no entenderlas. Ver lo que queda delante de los ojos requiere un es¬fuerzo que no todo el mundo está dispuesto a hacer, y menos quienes practican esa neo-lengua orwelliana en la que, guiados por el "Ministerio de la Verdad', las cosas significan lo contrario de lo que invocan. Es la manera de controlar «el pensamiento único», reduciéndolo a los estrechos márgenes de lo «po¬líticamente correcto». Pero, si la libertad sig¬nifica algo, como dijo Orwell, es precisamen¬te el derecho a decirle a la gente -y al Poder- aquello que no quiere oír, aunque sea a costa de ser piedra de escándalo como el juez Se¬rrano. Ya lo dice el Evangelio: «¡Ay de aquel hombre por quien el escándalo viene!».
Por eso, la presidenta del Observatorio, en vez de poner coto a abusos, trata de silenciar al juez y decir que son «mitos» las denuncias falsas con las que se ejecutan venganzas lar¬gamente premeditadas en noches de duerme¬vela, como saben tanto abogados que contribuyen a urdirlas, como aquellos otros a los que su ética se lo impide, a riesgo de perder clientes y minutas. Afirma la vocal del CGPJ que «sólo una de las 530 sentencias provin¬ciales dedujo testimonio para averiguar si ha¬bía denuncia falsa», pero la cuestión no es ésa, pues el problema reside en las denuncias que ni siquiera llegan a juicio, archivadas por ser manifiestamente falsas, eso sí, tras haber producido la detención del denunciado.
Si en El enemigo del pueblo, la magistral obra de Ibsen, se tildaba de tal al médico que denunció la contaminación del balneario del que vivían sus habitantes, el juez Serrano co¬rre el riesgo que el doctor Stockmann. Pero a nadie se le puede negar su derecho a buscar la verdad como pretenden con el juez Serra¬no quienes le acusan impunemente de ser «colaborador objetivo de los maltratadores».
En su ciega cólera, algunas feministas de subvención e instaladas en el machito parecen desconocer que los ángeles -símbolo de los espíritus puros- carecen de sexo (y, por su¬puesto, de género). Por tanto, los delitos deben juzgarse con independencia de la condición sexual de quiénes los perpetran, agravando -eso sí-las penas en casos de especial riesgo o acusada indefensión. Ésa será la mejor ma¬nera de combatir una lacra que ensangrienta nuestra cotidianeidad y a causa de la cual fa¬llecen tantas mujeres indefensas ante machos cabríos. Una cosa es combatir ese mal y otra desatar una guerra de sexos, azuzada por la fuerza vil del resentimiento, como si las muje¬res no fueran, a la vez, esposas y madres de hijos sometidos al infierno que desata una de¬nuncia falsa o si los hombres, además de cón¬yuges, no fueran padres de hijas víctimas de sanguinarios que cosifican a la mujer. Claro que si -como dijo Schiller- «contra la estupi¬dez incluso los dioses luchan en vano», cómo no ha de cundir el desánimo entre quienes in¬tentan introducir racionalidad en un mundo en el que reina una brutalidad idiota.
Francisco Rosell / El Mundo.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario