ORIOL PUJOL FERRUSOLA
La respuesta, en términos generales, debería ser: a nadie, ¿no? Pese a que alguien podría decir que en estas fiestas navideñas acaba un poco saturado de familia, o que la familia le ha coartado en proyectos personales que no ha podido realizar, o incluso que la familia se ha convertido en una pesada mochila que debe arrastrar por la vida, etcétera, en los estudios sociológicos es siempre la familia lo que suele considerarse más importante, lo que da más sentido a la vida, a lo que dedicamos más esfuerzos, cuidado y atención. Sin embargo, la familia no está ubicada de verdad en el centro del debate político, ni social, ni económico, ni cultural. Se la utiliza como argumento de una confrontación que demasiado a menudo tiene poco que ver con la familia y sí con la voluntad de abanderar la batalla de supuestos órdenes nuevos contra otros que serían viejos.
No es ingenuo reconocer que hay demasiados puntos de acuerdo en torno a la familia como para utilizarla como campo de batalla. El denominador común existe en posiciones supuestamente muy y muy confrontadas. Y si fuésemos capaces de reconocerlo estaríamos preservando lo más esencial de la familia, que es tanto como asegurarnos el presente y el futuro.
Más allá de si la familia es de padre y madre, o bien es solo de madre, o de dos padres o dos madres, o de una pareja de separados, o con hermanos biológicos, o adoptados, o de diferentes parejas, y más allá de cuál sea su orden y diseño interior, es evidente que la mayor parte de las familias tienen un común denominador, los hijos. Y lo son sean recién nacidos, adolescentes, emancipados, con pareja, hijos que ya son padres... pues son lo que justifica la red que tejemos de sentimientos y complicidades.
No pretendo negar la legitimidad de cualquiera a no querer tener hijos, pero quiero manifestar que ser hijo de alguien, el derecho a tener hijos, a adoptarlos o acogerlos es lo que articula la concepción trascendente que tiene la familia, y por ello es familia. ¿No es en torno a nuestros hijos donde podríamos encontrar un punto en común entre todos los que imaginan diseños interiores de familia bien diferentes? ¿No defienden por lo menos esto los que ahora utilizan la familia como campo de batalla?
Llegados aquí, unos pocos ejemplos para evidenciar que la familia no está en el centro de nuestras decisiones. El aborto de una niña de 16 años se explica como un nuevo derecho conseguido y, de forma poco afortunada, nos lo sintetiza en una frase la consellera de Salut, Marina Geli: «Si una persona puede trabajar a los 16 años, ¿por qué no debería poder abortar?» Y sigue sugiriendo: «En este proceso, lo que debe hacer la familia es acompañar». No entraré a valorar el derecho de abortar a los 16 años, solo quiero poner en evidencia el triste papel que se reserva a la familia. Si quedarse embarazada de forma no deseada a los 16 años ocurre, y ocurre demasiado a menudo, ¿podemos plantearnos ocultar a la familia que algo no ha ido del todo bien? ¿Podemos reservar solo el papel de acompañante a una familia que tendrá que ayudar a rehacer la vida a una hija o a una hermana que con solo 16 años ha pasado por el trauma de abortar? ¿No es muy evidente que al legislar sobre el aborto nadie ha tenido presente a la familia, ni como parte del problema ni de la solución, cuando se verá afectada por la situación ya que se hará responsable y dará a la afectada el apoyo que nadie más podrá darle? En sentido contrario, si la adolescente decide ser madre, ¿quién la apoyará? ¿Quién asumirá parte de la responsabilidad? La familia. Por lo tanto, en ambas decisiones debería tenerse en cuenta a la familia, y darle apoyo.
Hay otro caso concreto que da la espalda al concepto familia son hijos. En la reciente reforma del impuesto de sucesiones, el trato que se dispensa a los hijos es muy discriminatorio. ¿Qué lógica tiene que heredar de un padre sea mucho más caro que heredar de un cónyuge? Si estamos dispuestos a hacer lo que sea por nuestros hijos, ¿por qué le debe resultar más caro heredar a nuestro hijo que a nuestra pareja?
Conozco plantemientos que lo defienden sobre la igualdad de oportunidades, sobre el planteamiento de que es legítimo gravar lo que te llega supuestamente sin ningún esfuerzo. Pero es evidente que pensando así no se tiene en cuenta lo que representa la familia, con toda la diversidad de diseños interiores que alrededor de los hijos teje ilusiones, frustraciones, éxitos, esfuerzos, ahorro, patrimonio... de forma conjunta. ¿Quién sabe a qué ha renunciado una familia para poder materializar un patrimonio? ¿Quién sabe de qué se han privado los hijos para que la familia pudiera disfrutar de unos ahorros para afrontar la vejez o distintos problemas que plantea la vida? Si la familia incorpora la voluntad de sus miembros de caminar juntos por la vida, ¿por qué en el momento en que falta uno de ellos decidimos mantener un impuesto que lo hace más difícil?
Podríamos poner muchos más ejemplos, como el papel de la familia en la educación o, incluso, en la economía de un país. Creo que la gente hace de la familia uno de los principales argumentos de vida. En general, a nadie le molesta la familia, pero debemos reconocer que hemos sido incapaces de colocarla en el centro del debate y de nuestras decisiones. Portavoz de CiU en el Parlament.
No es ingenuo reconocer que hay demasiados puntos de acuerdo en torno a la familia como para utilizarla como campo de batalla. El denominador común existe en posiciones supuestamente muy y muy confrontadas. Y si fuésemos capaces de reconocerlo estaríamos preservando lo más esencial de la familia, que es tanto como asegurarnos el presente y el futuro.
Más allá de si la familia es de padre y madre, o bien es solo de madre, o de dos padres o dos madres, o de una pareja de separados, o con hermanos biológicos, o adoptados, o de diferentes parejas, y más allá de cuál sea su orden y diseño interior, es evidente que la mayor parte de las familias tienen un común denominador, los hijos. Y lo son sean recién nacidos, adolescentes, emancipados, con pareja, hijos que ya son padres... pues son lo que justifica la red que tejemos de sentimientos y complicidades.
No pretendo negar la legitimidad de cualquiera a no querer tener hijos, pero quiero manifestar que ser hijo de alguien, el derecho a tener hijos, a adoptarlos o acogerlos es lo que articula la concepción trascendente que tiene la familia, y por ello es familia. ¿No es en torno a nuestros hijos donde podríamos encontrar un punto en común entre todos los que imaginan diseños interiores de familia bien diferentes? ¿No defienden por lo menos esto los que ahora utilizan la familia como campo de batalla?
Llegados aquí, unos pocos ejemplos para evidenciar que la familia no está en el centro de nuestras decisiones. El aborto de una niña de 16 años se explica como un nuevo derecho conseguido y, de forma poco afortunada, nos lo sintetiza en una frase la consellera de Salut, Marina Geli: «Si una persona puede trabajar a los 16 años, ¿por qué no debería poder abortar?» Y sigue sugiriendo: «En este proceso, lo que debe hacer la familia es acompañar». No entraré a valorar el derecho de abortar a los 16 años, solo quiero poner en evidencia el triste papel que se reserva a la familia. Si quedarse embarazada de forma no deseada a los 16 años ocurre, y ocurre demasiado a menudo, ¿podemos plantearnos ocultar a la familia que algo no ha ido del todo bien? ¿Podemos reservar solo el papel de acompañante a una familia que tendrá que ayudar a rehacer la vida a una hija o a una hermana que con solo 16 años ha pasado por el trauma de abortar? ¿No es muy evidente que al legislar sobre el aborto nadie ha tenido presente a la familia, ni como parte del problema ni de la solución, cuando se verá afectada por la situación ya que se hará responsable y dará a la afectada el apoyo que nadie más podrá darle? En sentido contrario, si la adolescente decide ser madre, ¿quién la apoyará? ¿Quién asumirá parte de la responsabilidad? La familia. Por lo tanto, en ambas decisiones debería tenerse en cuenta a la familia, y darle apoyo.
Hay otro caso concreto que da la espalda al concepto familia son hijos. En la reciente reforma del impuesto de sucesiones, el trato que se dispensa a los hijos es muy discriminatorio. ¿Qué lógica tiene que heredar de un padre sea mucho más caro que heredar de un cónyuge? Si estamos dispuestos a hacer lo que sea por nuestros hijos, ¿por qué le debe resultar más caro heredar a nuestro hijo que a nuestra pareja?
Conozco plantemientos que lo defienden sobre la igualdad de oportunidades, sobre el planteamiento de que es legítimo gravar lo que te llega supuestamente sin ningún esfuerzo. Pero es evidente que pensando así no se tiene en cuenta lo que representa la familia, con toda la diversidad de diseños interiores que alrededor de los hijos teje ilusiones, frustraciones, éxitos, esfuerzos, ahorro, patrimonio... de forma conjunta. ¿Quién sabe a qué ha renunciado una familia para poder materializar un patrimonio? ¿Quién sabe de qué se han privado los hijos para que la familia pudiera disfrutar de unos ahorros para afrontar la vejez o distintos problemas que plantea la vida? Si la familia incorpora la voluntad de sus miembros de caminar juntos por la vida, ¿por qué en el momento en que falta uno de ellos decidimos mantener un impuesto que lo hace más difícil?
Podríamos poner muchos más ejemplos, como el papel de la familia en la educación o, incluso, en la economía de un país. Creo que la gente hace de la familia uno de los principales argumentos de vida. En general, a nadie le molesta la familia, pero debemos reconocer que hemos sido incapaces de colocarla en el centro del debate y de nuestras decisiones. Portavoz de CiU en el Parlament.
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