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lunes, 4 de enero de 2010

Violencia degenerada


El día en que la mujer y el hombre se sientan suficientemente protegidos por la ley será el de la igualdad.

 EUGENIO SUÁREZ Era inimaginable que el asunto alcanzase tan grandes proporciones, homologándose con las penurias que genera la crisis, el sordo gruñir del terrorismo y la sabida desconfianza de los españoles en la clase política. Me refiero a la opinión -en todo caso cualificada, se esté o no de acuerdo- del juez de Sevilla, don Francisco Serrano, informando de que en el remolino de las relaciones genéricas no siempre eran ciertas las denuncias por maltrato que los representantes legales de las mujeres presentan ante los tribunales. La sorpresa va en aumento al comprobar que a esa opinión se están sumando muchas mujeres, algunas abogadas, periodistas, amas de casa, que defendiendo a las congéneres, piensan que la verdadera igualdad entre los seres humanos no consiste en proteger a una parte y machacar a la otra. Se habla, con razón, de que se vulnera la presunción de inocencia, algo violado nada más comenzar un proceso, al menos en nuestro país y nuestro tiempo actual. El menos digno argumento en pleitos de esta naturaleza es promovido por los abogados, y excluyo a los dignos y equitativos, aunque sean pocos.

En dos ocasiones y tiempos distintos y lejanos pasé por estas amargas experiencias, y había poca originalidad en algunos actos. Una de las cosas que primero proponen las mujeres que se separan es la incapacitación del marido y la administración del patrimonio conyugal, de haberlo. Porque, con las salvedades que se quieran, muchas señoras identifican el divorcio con la posesión del domicilio y una renta que la permita atender con magnanimidad la custodia de los hijos. Esto es objeto de sabrosos reportajes, cuando aluden a personas con grandes recursos. La corista, maniquí, o lo que sea, casada con un personaje de renombre y fortuna, solicita sumas multimillonarias que el marido ha conseguido con su inteligencia o su habilidad, sea en los negocios, en los deportes o delante de un toro.
Es un latiguillo cómico y crónico en las novelas y películas americanas, la alusión a la pobreza en que puede caer alguien presionado por la esposa que prometió cuidarle hasta que la muerte los separase. Para que salgan en la prensa y en los espacios del cotilleo tienen que ser figuras muy relevantes, pero las normas las fijan los que van en vanguardia, y se ha escuchado a algún modesto trabajador en la mísera pobreza, como alternativa a la cárcel, por no abonar la pensión, que puede llegar al 80 o 90 por ciento de sus ingresos. De eso tienen la responsabilidad los jueces que dictan resoluciones muchas veces descabelladas e injustas.
No se trata de la violencia doméstica o de género. Es execrable y dudo que haya quien siquiera intente justificarla. Tras una larga vida, y con la experiencia profesional que haya podido darme «El Caso» durante casi 40 años, un periódico que fue muy popular, puedo decir que en sus páginas se recogían muchas de las peripecias que padecían nuestros contemporáneos. Y aun con el riguroso corsé de la censura, se daba noticia de abusos, violaciones, estupros y crímenes que se publicaban por el cuidado y la delicadeza con que tratábamos aquellos temas. Mucha gente no conoce el detalle verdaderamente ridículo de que aquel periódico lo salvé tras haber suplicado la censura eclesiástica, que era ejercida con puntualidad y mucha mayor liberalidad que la oficial. La Policía, la Guardia Civil, la autoridad constituida eran los buenos. Y malos quienes infringían las reglas.
Aunque parezca sorprendente -y soy el primer asombrado- se han escrito varias docenas de tesis doctorales sobre aquél fenómeno periodístico, incluso una investigadora francesa, muy meticulosa, ha profundizado en ello con un volumen de 590 páginas («Le sang et la vertu. Sucesos y franquismo. Diez años de la revista "El Caso" 1952-1962», por Marie Franco, publicado por la Biblioteca de la Casa de Velázquez, institución cultural de la República Francesa en España). Perdón por esta petulancia, que intenta subrayar mis palabras. Allí están deducidas cosas que yo mismo ignoraba y que reflejan el trasfondo de la sociedad en aquellos tiempos. De tiempos antiguos la mujer estuvo subordinada al varón, y a aquello lo llamaban protección, pues era el cometido del hombre. Casarse con la condescendencia de los padres; necesitar el permiso del marido para obtener pasaporte, aunque nunca en mis dos matrimonios tuve que autorizar la apertura de una cuenta corriente. Eran así las cosas y venían de lejos. Por ello han batallado muchas mujeres y bastantes hombres, por eliminar lo que parecía colocarlas en inferioridad a ellas.
Ahora les han salido protectores por todos los lados, como ya dije el otro día en estas columnas. Hay Dirección General de la Mujer, Ministerio, departamentos, comisiones, oficinas, oficiales y oficiosas. Me ha sorprendido gratamente que una colega -entre otras interpretaciones- se queje de esa abrumadora tutela. No hay Ayuntamiento que no tenga una concejalía de la Mujer. Ni comunidad autónoma sin delegaciones específicas. El día en que la mujer y el hombre se sientan suficientemente protegidos por la ley será el de la igualdad, aunque ¿qué hacemos con los miles de paladines y paladinas que a ello se dedican?
Hablando con una vieja amiga, que ha llevado una vida muy intensa, en el trabajo y los sentimientos, me comentaba: «No sé qué es peor. Con un marido brutal quedaba el recurso de darle con la plancha en la sien o envenenarle el desayuno».
http://www.lne.es/aviles/2010/01/03/violencia-degenerada/855016.html

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