Sábado 20 de marzo de 2010
JULIO MARTÍNEZ ZAHONERO Y CARLOS MARTÍNEZ DE MARIGORTA MENÉNDEZ JUECES Y MIEMBROS DE JUECES PARA LA DEMOCRACIA Vuelve a ser objeto de polémica y debate la ley contra la violencia de género (Ley Orgánica 1/2004). Debate que muchas veces se plaga de lugares comunes, imprecisiones y paradojas. Porque extraña que siendo una ley aprobada con un consenso parlamentario inusual, expresiva por ello de una voluntad democrática mayoritaria que escenificaba un acuerdo en una cuestión considerada prioritaria, y habiendo pasado el filtro de constitucionalidad hasta en 129 ocasiones al resolver el Tribunal Constitucional las cuestiones de inconstitucionalidad planteadas, en una suerte de referéndum judicial sin precedentes, siga siendo una de las normas más discutidas en nuestro ordenamiento.
Esta Ley, además de aspectos asistenciales, educativos y preventivos, desarrollados con dispar fortuna a la vista de las estadísticas de fallecimientos, establece también una serie de mecanismos represivos, penales y procesales, para hacer frente a la violencia que la norma llama «de género» y que bien podía haber calificado, sin tanto eufemismo, como «machista». Y aquí surge ya una de las críticas de principio que se vienen lanzando desde la tribuna de los medios, insistiendo en que no existe una violencia propiamente «de género» o machista.
Lamentablemente, el machismo no es una entelequia ideada por el feminismo. Y por desgracia, su más extrema expresión, la violencia machista, no es una fabulación delirante de grupúsculos feministas radicalizados. Es una vergonzante y sórdida realidad, demasiado frecuente, muchas veces oculta, otras negada (siempre por quienes no la sufren), alimentada por inercias históricas y sociológicas, que ha traspasado épocas, clases sociales e ideologías. Es distinta por su origen del resto de violencias, de la doméstica de hijos a padres, de la terrorista, de la económica, etcétera, resto diferenciado entre los que también se encuentra la violencia de la mujer al hombre, cuya pretendida equiparación a la violencia de género nos parece un sesgado esfuerzo ciego y sordo a la realidad social. Esto no quiere decir que las demás violencias no existan o que sean más leves. Simplemente, que es una realidad criminal específica y diferenciada. Sobre ésta y no otra realidad concreta opera la Ley pues ése era su objetivo. ¿Que otras violencias -de hijos hacia padres, de mujeres a hombres- también existen y deben ser tratadas legalmente? De acuerdo, pero es otro debate.
Respecto de la aplicación judicial de la Ley, se trata de difundir la sensación de que la represión penal de la violencia machista está plagada de abusos y denuncias falsas. En este punto nos planteamos qué es eso de una «denuncia falsa». Si limitamos el concepto a la denuncia de un delito inexistente, «con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio a la verdad» (artículo 456 del Código Penal) no parece que el fenómeno merezca una respuesta distinta a la que recibe cuando se trata de cualquier otro delito falsamente denunciado. También se denuncia falsamente en el ámbito de los delitos económicos, en los delitos contra la propiedad, contra las personas, o contra la administración, y a nadie se le ocurre por ello derogar del Código Penal los delitos económicos, o los hurtos, las lesiones, o los cohechos. La denuncia falsa es en sí misma un delito y existen mecanismos para su castigo. En cualquier caso, las estadísticas revelan un mínimo de denuncias falsas.
La cuestión se vuelve más oscura si por «denuncia falsa» entendemos la que finalmente acaba en un sobreseimiento del imputado o en una absolución. Y es que para culminar con una condena no sólo habrán de superarse los principios propios del Derecho Penal, como el de intervención mínima o presunción de inocencia, comunes a todas las infracciones criminales, sino que se presenta toda una problemática específica propia de la realidad a la que la LO 1/04 pretende responder: el desarrollo del proceso penal no corre parejo al de las relaciones interpersonales. Una víctima se decide finalmente a denunciar en un momento crítico, de especial tensión, pero se vuelve, por más que puedan articularse medidas cautelares, a una realidad y un entorno social y familiar que harán la mayoría de las veces muy complicado que persevere en su inicial propósito con la misma convicción que quien ha sufrido por ejemplo un robo o una estafa de un desconocido, durante la pendencia de un proceso que también puede dilatarse en el tiempo.
Esta situación no la desconoce nuestro ordenamiento, sino que la ampara cuando establece que la denunciante no tiene obligación de declarar si ello implica perjudicar a quien aún es su pareja; es decir, la víctima denuncia, pero la ley no le obliga, a diferencia de lo que ocurre cuando el presunto responsable no es familiar, a declarar en el procedimiento contra él. En este sentido el informe del observatorio estatal de violencia sobre la mujer señalaba en el año 2007 un 68,86% de denuncias frustradas por la renuncia de la mujer durante el juicio.
Por otro lado la secular carencia de medios de la Administración de Justicia asoma también en esta materia, y no parece que debamos dejar de reflexionar sobre si la víctima inicialmente decidida pierde algo de confianza en el sistema cuando se topa con él y sus carencias. La erradicación de la violencia machista ocupa grandes espacios en los medios, en las actuaciones del gobierno, en la legislación, pero todo esto es papel mojado si no va acompañado de un compromiso real, expresado en inversión y dotación material. Se echan en falta los medios que hagan posible la valoración de un maltrato psicológico y/o habitual en plazos acordes con la premura y rapidez que se pretende del procedimiento penal en este campo. Por ejemplo, según el informe del observatorio contra la violencia doméstica y de género de septiembre de 2008 sólo un 11,36 % de los juzgados de violencia sobre la mujer disponen de unidad de valoración forense integral en el partido judicial en el que se encuentran.
Los puntos de encuentro son insuficientes para atender la demanda en supuestos de crisis de pareja, lo que unido a la aceptada mentalidad «lazarillesca» puede llevar en ocasiones a considerar la posibilidad de buscar una solución más rápida por una vía dudosa, la penal, a la que en otro caso no se habría recurrido.
La principal peculiaridad procesal de esta Ley es que establece una específica medida cautelar, la Orden de Protección, para evitar entre otras cosas la aproximación a la denunciante. Y como toda medida cautelar, requiere para su adopción la existencia de indicios de la comisión del delito. Todos los días se deniegan y se conceden órdenes de protección. Se deniegan en muchas ocasiones porque, frente a lo que algunos han llegado a reclamar en un «alarde» de comprensión de lo que es un Estado de Derecho, no ha de bastar una mera denuncia para someter a un ciudadano a una medida penal, pues sigue gozando de presunción de inocencia -pese a que la ley emplea en este ámbito, no los términos «denunciado» o «imputado», sino «presunto agresor», y «agresor», para horror de cualquiera con un mínimo de sensibilidad hacia las garantías constitucionales-. En otras el Juez concede la medida y, aunque parezca ocioso recordarlo, lo hace mediante resolución motivada y susceptible de recurso.
La Ley no es perfecta ni ha supuesto el descubrimiento del bálsamo de Fierabrás. Requiere un soporte económico, un desarrollo completo en el ámbito de cada comunidad autónoma, insistir en la educación que trate de erradicar por convicción estos comportamientos y, sólo en último término, recurrir a la represión y a la prevención general, a través del ejercicio de la acción penal en los Juzgados. Incluso puede surgir la tentación de caer en el ejercicio «defensivo» de los medios que el Estado pone en manos de sus servidores, como reacción preventiva ante el temor de acabar siendo chivo expiatorio de un escándalo mediatizado. Pero no es aceptable trasladar a la ciudadanía la sensación de que en los juzgados se arranca a padres de sus hogares y familias con base en meras denuncias, alimentadas por un supuesto lobby de la llamada «ideología de género», espectro que lleva camino de tener idéntico éxito y fundamento que la famosa conspiración judeo-masónica.
No desconocemos que las opiniones son encontradas en esta materia, también dentro de la Judicatura, algo lógico y saludable en ejercicio de la libertad de expresión que como ciudadanos también disfrutamos los jueces. Por ello queremos insistir en que no se deben hurtar los debates con la descalificación del contrincante o de aquél cuya opinión no sea políticamente correcta en cada momento recurriendo a la amenaza del amedrentamiento disciplinario, si es que realmente se dispone de argumentos para rebatir, y de algo más sólido que una repetición en bucle de eslóganes. Y es que un debate plural aporta más a la formación y a la prevención que la mera recepción pasiva de consignas, al menos si nos creemos que el ciudadano tiene capacidad de razonar.
http://www.lne.es/opinion/2010/03/20/vueltas-ley-violencia-genero/889312.html
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