A Miguel Ángel Salgado, informático de profesión, un sicario le esperó en el garaje de su domicilio de Ciempozuelos (Madrid) y le descerrajó cinco tiros con una vieja pistola Astra del calibre 9 largo —conocida por los delincuentes más bragados de nuestro país como 'puro'— después de que un juez dictase una sentencia en la que se le concedía la custodia de su hija. A Óscar Santacruz, otro informático, su asesino le mató de dos disparos con una moderna pistola Glock 17 del calibre 9 milímetros en el ascensor de su casa poco después de que una psicóloga de un juzgado de familia recomendase que él debería de ser el titular de la custodia de su hijo. Los dos habían tenido divorcios traumáticos con mujeres que conocían al dedillo los vericuetos de la ley —Dolores, la mujer de Miguel Ángel, es abogada; Montserrat, la de Óscar, es procuradora— y los dos fueron víctimas de falsas acusaciones —a Salgado le acusaron de abusar de su propia hija y a Óscar, de maltratar a su mujer—. Hasta aquí las coincidencias de dos asesinatos; uno, real –el de Miguel Ángel Salgado– y otro –el de Óscar Santacruz– fruto del talento y la imaginación del escritor Lorenzo Silva y narrado en su última novela, 'La estrategia del agua' [lea el primer capítulo]. "El libro se inspira en el crimen de Salgado, pero no es la historia de Salgado", aclara el autor.
Conozco con detalle la investigación de los dos crímenes. Tengo una excelente y vieja relación con el brigada Bevilacqua, conocido como Vila, y la sargento Chamorro, los dos agentes de la Unidad Central Operativa que resolvieron el asesinato de Óscar. Coincidí con ellos por primera vez cuando viajaron a Mallorca para encargarse del crimen de Eva Heydrich. Por aquella misma época también comencé a tratar con elGrupo de Homicidios de la Comandancia de Madrid, la unidad que resolvió el crimen de Miguel Ángel Salgado. Unos y otros son guardias civiles, comparten códigos en desuso, como el honor y la lealtad, peroentre ficción y realidad hay anchos ríos aún no vadeados. Lo que darían, por ejemplo, los —todos hombres— componentes del Grupo de Homicidios de Madrid por contar entre ellos con una sargento como Virginia o con una cabo como Salgado...
A las pocas horas de ser hallado el cuerpo de Miguel Ángel Salgado, un veterano guardia del Grupo de Homicidios —ha resuelto más crímenes en Madrid él solo que Kurt Wallander y Martin Beck juntos en sus gélidas demarcaciones— me sacó de dudas: "Esto ha sido obra de un profesional, Marly. El último tiro se lo pegó con el cañón de la pipa apoyado en la cabeza, le remató...", dijo apesadumbrado, aunque, casi inmediatamente, añadió entusiasmado: "pero si lo resolvemos, va a ser de los buenos, investigación pura y dura, ya verás, ya..." Y así fue. A partir de ese día, mi amigo y sus compañeros, igual que el brigada Vila y los suyos, dedicaron la mayor parte de su tiempo a buscar justicia. Pero con una gran diferencia: lo que en 'La estrategia del agua' acaba en unos pocos días, en la realidad llevó muchos meses de un trabajo ímprobo, que incluyó decenas de miles de llamadas y muchas sorpresas: una conversación de la inductora del crimen con María Emilia Casas, la presidenta del Tribunal Constitucional, o el encargo de Ana Obregón a su escolta —luego detenido por intermediar entre inductora y sicario— de propinar una paliza al presentador Jaime Cantizano. En la investigación por la muerte de Óscar, Bevilacqua y los suyos también se encuentran con los contactos de una sospechosa con las altas esferas judiciales o con una famosa de medio pelo dispuesta a ajustar las cuentas a uno de sus ligues...
En los dos crímenes, una gigantesca lupa, un enorme foco, se posó sobre las víctimas y puso al descubierto sus vidas, sin dejar espacio para las zonas de sombra. Y en los dos casos, los investigadores descubrieron lo mismo: vidas limpias, impolutas, atormentadas tan solo por la desesperada lucha para recuperar a sus hijos y por mezquinas acusaciones fabricadas para desprestigiarlos. Óscar se armaba para esa batalla con libros de estrategia de guerra y de un filósofo estoico. Miguel Ángel contaba con la ayuda de la mujer con la que compartía su vida, Carmen, y una inquebrantable fe en nuestro sistema judicial, que le falló y no pudo evitar que fuese asesinado o que no pudiese ver a su hija en casi tres años por culpa de las falsas acusaciones que se inventaba la madre de la pequeña.
Unos dos meses antes de morir, Dolores Martín Pozo, la ex mujer de Miguel Ángel, le dejó bien claro a la salida de los juzgados de familia lo que le esperaba: "Te tengo que matar", le gritó delante del vigilante de seguridad al que pidió que le protegiese de su ex esposa. Una semana después, Miguel Ángel comprobó que, de verdad, su vida corría peligro: un coche le sacó de la carretera con el propósito de matarle. El hombre vivió un mes y medio más: el 14 de marzo de 2007, ya no le dejaron escapatoria. La noche antes, su asesino fracturó un cristal del portal para acceder al inmueble y esperarle en el garaje: sin testigos, sin huellas. Con la firma de un profesional, como muy bien sospechaba mi amigo del Grupo de Homicidios.
Durante la larga investigación del crimen de Miguel Ángel Salgado —bautizada como 'operación Garaje'—, los agentes se centraron pronto en Dolores Martín —su ex mujer— y en un curioso personaje, Eloy Sánchez Barba, hermano de un socio de Dolores y bien relacionado con personajes de uno y otro lado de la ley: hablaba por igual con los encargados de dar una paliza a un camarero de una discoteca valenciana que con un guardia civil que le mantenía puntualmente informado de las pesquisas en torno al crimen del marido de su amiga Dolores.
En los tiempos de los seguimientos por satélite, de Sitel, de la más puntera tecnología aplicada a la criminalística, el olfato de los investigadores sigue siendo la herramienta más válida. Los guardias civiles de Madrid escucharon miles de conversaciones y leyeron otros tantos mensajes procedentes y enviados al teléfono de Eloy, pero levantaron las orejas en septiembre de 2007 cuando leyeron este SMS: "Michael se ha portado bien contigo y así se lo pagas. ¿Esquivándolo? Haz el favor de cogerle el teléfono, que te está llamando urgentemente desde Colombia y no jodas al amigo que te respondió cuando pediste ayuda". Aquel SMS era una pieza fundamental, un rastro de sangre que tenían que olfatear para que la caza iniciada poco después del levantamiento del cadáver de Miguel Ángel, llegase a buen puerto. "Marly, tiene que ser éste... Este Michael es el sicario", me decía mi amigo, que desde ese día seguía en tiempo real las andanzas de Eloy por la noche madrileña, sus devaneos con toda clase de putas y su onerosísima afición a las líneas eróticas. En sus conversaciones, Eloy aparecía como un tipo soberbio, altivo y acostumbrado a mandar a gente de la peor calaña o capaz de dar largas a cualquiera de los vigilantes que colocaba en las obras de Madrid para no pagarles. Ese mismo Eloy se convirtió en dócil y servil desde el primer día que habló con el misterioso Michael, recién llegado desde Colombia, que le pedía ayuda y dinero: hoy, 2.000 euros; mañana, otros 3.000... La intuición y el olfato de los guardias no fallaron. Ese tipo que extorsionaba a Eloy resultó ser Charles Michael Guarín Cercos, el sicario, el autor de los disparos que acabaron con la vida de Miguel Ángel Salgado.
Virginia y Vila y los hombres de la Comandancia de Madrid son tenaces, constantes, intuitivos y saben cuál es la parte más débil del eslabón de la cadena compleja de un crimen por encargo. En el crimen de Miguel Ángel Salgado, fue Eloy Sánchez el hilo del que tirar para desenredar una endiablada madeja en cuyo final estaba Dolores Martín Pozo; en el asesinato de Óscar, Bevilacqua se fija en... Mejor, descúbranlo ustedes leyendo 'La estrategia del agua'.
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