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miércoles, 2 de septiembre de 2009

Banalizan la violencia doméstica

Este año el Gobierno, a través de su delegado, ha reconocido la interposición de denuncias falsas relativas al maltrato doméstico por primera vez desde que se promulgó la ley que les dio luz verde hace ahora casi cinco años. Hasta ahora se negaban con rotundidad, argumentando que tal tipo de denuncias no existían, que quienes alertaban sobre ello banalizaban la violencia de género y no tenían credibilidad por haber sido calificados como maltratadores o desmerecer de sus cargos por sus rasgos machistas (esa palabra paralizante) o, últimamente, que el porcentaje de denuncias falsas no es mayor que en cualquier otro delito y se sitúa en torno a un 4%, el mismo porcentaje que el de mujeres muertas a manos de sus parejas con respecto al total de homicidios. Las asociaciones de mujeres que más han clamado por la desaparición de la tolerancia ante las conductas tipificadas como violencia de género han llegado a invocar el terrorismo como referente para fijar en la mentalidad colectiva la imagen del supuesto maltratador y siguen clamando ante cualquiera, jurista o no, que se refiera al abuso de las denuncias falsas, vesánicas, retorcidas, o “interesadas”, como recientemente las valorara el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias. De las reclamaciones de las feministas radicales se hace eco el delegado del Gobierno para la violencia de género cuando compara a los asesinos de mujeres que después se quitan la vida con terroristas suicidas, como integrantes de una banda organizada, e insta a no cejar en la denuncia y a no retirarlas, recordando que éstas terminan en condena en un 70% de los casos. No destaca, sin embargo, que entre esos condenados hay hombres que han estado encarcelados por falsas denuncias desveladas posteriormente en el mismo Juzgado. La triste plusmarca reconocida está en once meses en la cárcel por una de ellas, pero quién sabe si ahora mismo estará ya batida.
En lo que coinciden todos los sectores afectados es en que se persiga tanto a quien interpone las denuncias falsas como a los maltratadores, algo que no necesita un especial apoyo desde el momento en que ya lo prescribe el código penal. Todos consideran que es especialmente pernicioso para la credibilidad de las verdaderamente violentadas, pero siguen sin verse las condenas ni la mención clara a los violentados por estas denuncias. El delegado del Gobierno, que los cuantifica en 18 afectados, apela a la responsabilidad de los abogados pero no dice por qué los considera a ellos como responsables ni que más se plantea hacer el Gobierno al respecto con esos, pongamos, 18 letrados. Hace ya dos años que los abogados del turno de oficio declararon a través del Observatorio sobre Justicia Gratuita su percepción del abuso, como también lo hicieron la Asociación Independiente de la Guardia Civil, María Sanahuja, Alfonso Guerra o Joaquín Leguina, además de otros juristas o sociólogos. Pero no se supo qué hacer con esa verdad y se siguió recurriendo a un silogismo: dado que algunos hombres son indeseables, es preciso no criticar el abuso de la ley contra la Violencia de Género para no ofrecer argumentos que luego pudieran explotar aquellos otros que la critican, por extensión también indeseables. Con él, nadamos en la verdad utilitaria, aquella que ya no es tal verdad sino pura ideología; la otra verdad no es rentable. En el camino quedan acalladas las voces de unos cuantos hombres considerados en el grupo genérico de los indeseables y de sus hijos, por más que no quieran soportar la injusticia a cambio de un dudoso beneficio de las verdaderas victimas. Dudoso, porque desde que se promulgó la ley hace cinco años la cifra anual de víctimas no ha descendido. Siendo una ley que ha desarrollado especialmente su lado punitivo inmediato y no el educativo, no se explica bien cómo no ha ocurrido ya el descenso. Si llegara a hacerlo años adelante se atribuiría al impacto de la ley sin valorar el coste social que haya tenido entre tanto. Mientras, las víctimas por accidentes de circulación han descendido en cuanto ha entrado la ley de puntos.
Se crea una imagen para legislar y gobernar, mientras que las cifras reales no se ofrecen con claridad. Se reconocen 18 casos de denuncia falsa que están siendo investigados. Reparemos en que 18 casos no son el 4% reconocido de 150.000, media anual de denuncias por violencia de género en los últimos años, y subiendo. El 4% son 6.000, y no 18. El 30% de las denuncias que no termina en condena son 45.000, y no 18. Deducimos entonces que alguien no hace bien su trabajo, que se pide un esfuerzo para soportar una injusticia que determina vidas y generaciones, que las cifras no terminan de casar con el coste de juzgados, departamentos ministeriales, centros e institutos en cada localidad, puntos de encuentro familiar, etc., y que hay un margen demasiado amplio para la denuncia sesgada.
Pese al pequeño giro en las declaraciones gubernamentales seguimos sin tener una palabra, un cartel, un euro de entre los millones que se emplean en las campañas contra la violencia de género dedicados a alentar a los hombres a que igualmente denuncien, pues también a ellos les pegan, les amenazan y les insultan, y a veces hasta les matan sus parejas, aunque no haya ni siquiera estadísticas y sean ellos quienes finalmente se lleven la denuncia y las órdenes de alejamiento que tienden a poner los jueces en exceso. En exceso, pues el porcentaje de las concedidas siempre supera al de las condenas finales, en ocasiones hasta en 20 puntos, en ese “por si luego pasa algo”. Se puede objetar que a veces la condena no llega por falta de pruebas en un delito realizado en la intimidad al igual que se puede argumentar que hay condenas que se han firmado sin más prueba que la declaración de la interesada en el mismo contexto de intimidad en el que queda todo oscurecido, como han probado en sus carnes los inocentes excarcelados que han salido en las noticias. El maltrato de pareja al hombre sigue estando bajo el silencio del negacionismo, y mucho más si se aspira a una compensación. Reconocerlo equivaldría a reconocer que la violencia es doméstica antes que de género y que la ley que la regula ahora mismo en nuestro país, tal y como funciona, sólo tiene equivalencia entre aquellas que se estudian en los libros sobre el totalitarismo, cuando hubo que demostrar no la culpabilidad sino la inocencia (como en el periodo de McCarthy). A esa semejanza se refirió un miembro de nuestro Tribunal Constitucional en su voto particular, avisando del riesgo de que la ley creara un derecho penal general y otro especial, como se hizo con los judíos, negros, homosexuales, gitanos y discapacitados, mientras que otro de los componentes de ese Tribunal que también emitió su voto particular desvelaba que en las deliberaciones se había tenido en cuenta el ingente trabajo que supondría revisar todos los casos si se declaraba la anticonstitucionalidad de la ley, algo que no necesitaría precisamente la Justicia en nuestro país desde el punto de vista administrativo.
Mientras no se reconozca que hay maltrato también sobre los hombres, y que lo hay por parte de sus parejas heterosexuales; mientras no se acote el límite de riesgo y alcance de las denuncias falsas, temerarias, desmedidas; mientras no se desligue el efecto inmediato de la interposición de cualquier denuncia de género de los procesos civiles de divorcio, se estará banalizando la violencia. Banalizar la violencia es permitir a la ley que supuestamente la condena que sea la égida de otra más extensa, profunda y duradera. Banalizar la violencia es oír y leer comentarios sobre el beneficio del extermino de los hombres, especialmente del macho ibérico (sic) o sobre el paralelismo vindicativo entre lo que hacía el señorito alardeando públicamente en el café de haber violado a una joven del pueblo y la situación actual (sic), cuando además ambos ya hace tiempo que no existen. Banalizar la violencia es presentar una imagen peyorativa de todos los hombres, un poco tontos, un poco inútiles, un poco violentos, un poco inmaduros, porque ahora os toca a vosotros chicos, siempre intentando alardear del tamaño de vuestro miembro cuando lo que las mujeres queremos es inteligencia (sic una autopromocionada feminista). Banalizar la violencia es referirse a un “riesgo objetivo” que sólo lo es en la autojustificación de autos y sentencias. Banalizar la violencia es considerar que todos los hombres tienen rasgos machistas y que quien no entienda muy bien los beneficios del trágala de la ideología de género sea considerado como el mayor de ellos, creando a partir de ahí un enemigo social colectivo a controlar, uno que justifique lo que se hace desde la ley y los presupuestos.
El alcance de la justicia está equívocamente colocado bajo el signo del número de muertes, porque argumentar basándose en el mayor número de uno u otro bando, de uno u otro sexo, no es ni siquiera históricamente razonable. Justifica la preeminencia de la ideología de género en las leyes pero no por ello hace más justicia ni consigue limitar los crímenes. Podría hacerse más analizando el origen de esas muertes, cuyo resultado no puede dar pie a extender a todo el universo masculino la prepotencia machista más ciega, como ocurre actualmente: “la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres” (art.1). La realidad generalizable es otra. En nuestro país la relación de accidentes laborales con resultado de muerte es de 95 hombres por cada 5 mujeres, la crisis se ha cebado antes y con más profundidad en el sector laboral masculino que en el femenino, cuya tasa de paro ya hace unos años que es inferior a la masculina, y los resultados académicos de los hombres son peores desde hace años que los de las mujeres, arriesgando así un futuro que debiera estar apoyado especialmente en la educación y en la igualdad de oportunidades. Las custodias de los hijos siguen siendo monoparentales para la madre en más del 90% de los procesos de divorcio contenciosos. Si atendemos a las cifras y a los resultados, tal vez debamos deducir que la ley contra la violencia de género se está banalizando a sí misma al pretender por medios imposibles lo que no ha sido capaz de alcanzar: protección de la vida y limitación del abuso, distribución de justicia, e igualdad y compensación social.
http://www.acciclm.org/?p=20

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